El 6 de agosto de 1945 el mundo conoció el terror, el verdadero y más grande hasta la fecha. Por órdenes de Harry S. Truman se soltó la bomba Little Boy sobre Hiroshima en medio del repliegue de las fuerzas del eje, que culminó con otro bombardeo en Nagasaki tres días después, dando paso al final de la Segunda Guerra Mundial y al nombre del verdadero peligro: la bomba atómica.
Esta maravilla del desarrollo físico y de la tecnología para controlar la energía nuclear terminó destruyendo dos ciudades enteras, como una forma de dejar en claro que el fin estaba marcado por la voz de un hombre desde Washington y en sus aviones con mujeres pintadas en los costados. Del mismo cielo japonés donde caen los cerezos y la nieve, cayó una masa de metal de cuatro toneladas llena de plutonio por primera y última vez en la historia humana.
Tras el lanzamiento de la bomba atómica la Segunda Guerra Mundial terminó; se formó la Organización de las Naciones Unidas y el nuevo mundo surgía de las cenizas que dejó el fascismo y la gran victoria de los Aliados, que dejaba ver sus estragos en toda Europa, pero también en la sonrisa maniática de Stalin, la mirada siempre retadora de Churchill y el aire pedante y glorificado que Harry S. Truman cargó hasta el fin de sus días.
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La vida tras el bombardeo parecía no tener un rostro amable. Incluso Truman encargó inmediatamente después del fin de la guerra la Comisión de Víctimas de la Bomba Atómica, que buscó y analizó la vida de los sobrevivientes de los bombardeos en todo el territorio japonés y los alrededores, en países como Corea y China.
Era claro que lo que sucedió en Hiroshima y Nagasaki no fue un simple ataque con bombas en la que los campos quedaron con algunos cráteres y los edificios derruidos. No. La bomba atómica no dejó nada a su paso ni a sus alrededores. Estados Unidos, además de ser el salvador del mundo, era también el nuevo Goliath que aplastó con su justicia cruel a los villanos que aplastaban toda Europa y Asia. Uno que era capaz de destruir ciudades con una sola palabra de su presidente.
En las negociaciones y las resoluciones de los ganadores, estos mismos salieron victoriosos, enfrentándose directamente a la otra gran potencia mundial, la Unión Soviética (URSS), que negaba verse doblegada por un retador que llegó muy tarde y que, más que finiquitar la guerra, solamente tomó acción contra un país disminuido en guerra y casi rendido como Japón, mientras ellos tomaron Alemania y vencieron al ejército Nazi después de meses de intensas batallas en territorios soviéticos y alemanes.
Aquí fue donde el desarrollo nuclear tomó la cara que le conocemos ahora: el de la simulación. Tanto la URSS como Estados Unidos dieron pie a la Guerra Fría, en la que la amenaza nuclear, como una herida aún abierta y con consecuencias palpables en un Japón destruido y minimizado a escombros seguía buscando sobrevivientes del bombardeo y sus efectos posteriores.
El coronel Paul Tibbets era piloto del Enola Gay, el avión que llevó la bomba “Little Boy”
Los años más tensos del conflicto Estadounidense y Soviético no se libraron en un campo de batalla y menos en un enfrentamiento directo. Se dieron, más bien, en los laboratorios donde físicos nucleares investigaban a diario cómo generar, aprovechar y controlar la energía nuclear para transformarla en un arma.
Este desarrollo, más que ser un proyecto para bombardear otro país, como lo fue en su momento el Proyecto Manhatan, fueron la búsqueda de un equilibrio en las fuerzas del simulacro nuclear, en el que aquel que lograra, teóricamente, mejorar su desarrollo nuclear sería aquel que podría destruir al otro, nuevamente, teóricamente.
Los primeros en tomar la iniciativa fueron, por supuesto, los países que ganaron la guerra: Reino Unido no se quedó atrás y después China, la principal aliada de la URSS, no dudó ni un segundo en desarrollar sus proyectos nucleares teniendo a Estados Unidos tan cerca buscando adueñarse de Corea, antes de detonar la guerra en este país.
Sin embargo, ninguna bomba, por más pruebas que se hayan hecho, ya sea en las décadas inmediatas a la guerra o todas aquellas hechas, probadas y mejoradas a lo largo de los siguientes setenta años, ha sido usada nuevamente contra país alguno, a pesar de lo que significaría poder reducir a un enemigo a, literalmente, cenizas y polvo (radioactivo).
Hiroshima despues de la bomba
El simulacro y la simulación
Para Jean Baudrillard, sociólogo francés, un simulacro, como lo es la bomba atómica actualmente, ocurre cuando las condiciones reales del mundo están mediadas por un supuesto no tangible que suplanta su composición concreta por una simbólica. Por el contrario, la simulación es una simbología que supone que es ulterior al plano concreto de la realidad. Es decir, lo representa, más no lo reemplaza. (Vía: Fu Jen University)
En este caso, la bomba atómica, bajo lo que representa, con los hechos de Hiroshima y Nagasaki, no solamente ha hecho un ideario colectivo de lo que sabemos (o pretendemos saber) que lograría generar, sino que también ha suplantado al mismo hecho que lo contiene contextualmente: la guerra.
Al mismo tiempo que las armas nucleares han generado un sentido de inestabilidad y una carrera por su desarrollo, son el punto de inflexión en el que una guerra, o su propia representación, encuentran un freno: su simulacro.
No es necesario entrar en una guerra para saber que una bomba atómica sería una nueva catástrofe, ya sea con una bomba precaria como el “Little Boy” o el “Fat Man”, o con una de las mega poderosas armas nucleares actuales. El simple hecho de su existencia es necesario para conservar el terror y al mismo tiempo preservar el sentido de la guerra: conquista e dominio.
Las bombas nucleares, o atómicas, han generado una idea de qué y cómo son, incluso de qué ocurriría de ser lanzadas de nuevo. Representaciones en la cultura popular tenemos de sobra y son el refuerzo de ese simulacro que nos condena a sufrir bajo el poder de su destrucción, aunque sabemos que es imposible que ocurra de nuevo un hecho así, el simple hecho de que sea posible es suficiente para recordar, eternamente, que la amenaza está ahí, como una sombra que se levanta ante cualquier conflicto, en el que discutir sobre quién tiene el botón nuclear más grande es más importante que una guerra misma.
Las armas nucleares, aunque sumamente nombradas, desarrolladas y hasta presumidas, son un arma que no se han vuelto a usar en cualquier conflicto armado, ni siquiera en los más tensos o los más extremos; ni siquiera con Donald Trump al frente de Estados Unidos, de Vladimir Putin al frente de Rusia o Kim Jung Un al frente de Corea del Norte. Esta amenaza, por más terrible que sea, no es más que un simulacro, una presencia vacía llena del temor que infunde y del valor que ha adquirido como un recurso de retórica. Tras Hiroshima y Nagasaki el poder militar no está en las tropas, no está tampoco en las armas modernas; la fuerza de los Estados más poderosos está en actuar de una manera que nunca lo hará. La verdadera forma de Dios es el terror.