Alien, la obra icónica de Ridley Scott, cumple cuatro décadas de hacernos gritar en el espacio. Para celebrar la larga vida del Xenomorfo, recordamos cinco razones por las que Alien es la mejor película de horror espacial de la historia. Acompañenos, entonces, a bordo del Nostromo para revivir los aspectos únicos de una joya de ciencia ficción que se niega a envejecer.
1. Alien creó un mitología
Ciertas películas, ciertos libros, ciertos cómics, tienen una irresistible capacidad para convertirse en mitos y engendrar mitologías. Una vez liberados parecen ejercer un poder propio sobre la cultura: la infectan con su genial originalidad y una capacidad única de asombro. Pasó con Star Wars (1977), claro; pero también pasó con Dune de Frank Herbert. Y Alien nació en la conjunción fortuita de esas dos gigantescas sagas: sin el éxito de Star Wars, 20th Century Fox jamás hubiera aceptado una nueva película de delirio espacial; sin la desintegración del proyecto de adaptación de Dune por Jodorowsky, jamás se hubiera reunido un equipo creativo con H. R. Giger en el diseño, el genial Dan O’Bannon en la escritura y Ridley Scott en la dirección.
A partir de ahí, la historia es conocida: no hay, en la existencia fílmica de la ciencia ficción, un monstruo más icónico que el de la cinta de Ridley Scott. Podrán patalear por ahí Jabba y Predator en categorías muy distintas de maldad; podrán asomarse todo tipo de humanoides reptileanos de otros mundos; podrán rebanar cuerpos los insectos de Starship Troopers, pero nadie, nunca, se acercará al carisma involuntario, a la elegancia discreta y al puro terror que produce el Xenomorfo gigueriano. En uno de sus últimos momentos, el androide Ash declara su admiración por ese “sobreviviente, no ofuscado por conciencia, arrepentimiento o ilusiones de moralidad”.
El octavo pasajero, contrariamente a Predator (1987), no muestra motivos complejos, no tiene fines: es la cadena alimenticia coronada, pura voluntad de vida, aquél que se adapta a todo y consume todo para reinar solo. Y todo se conjuga para crear ese ser único y eterno: el increíble diseño tomado del célebre Necronom IV de Giger, la figura esbelta y desproporcionadamente larga de Bolaji Badejo abajo del traje de látex, la gracia única de Scott que decidió evitar los trucos habituales y esconder su gloriosa criatura la mayor parte de la película…
Las secuelas –una peor que la otra después de la muy querida locura de Cameron– siempre se quedaron con la vista fija en el fetiche del Alien y tuvo que llegar nuevamente Ridley Scott para agregarle vida al misterio del olvidado Space Jockey. A pesar de que Prometheus (2012) no es una joya comparable–aunque hay que revalorarla mucho– o una explicación siquiera, al menos nos vuelve a mostrar las capacidades míticas de la película original. Porque esto es un basamento mítico: en treinta años entre cintas, pasamos de un extraterrestre accidental a tratar de explicar el origen de la humanidad.
Todo esto se dice fácil, pero Alien dio vida mítica al horror en ciencia ficción. Más allá de lo que podríamos agradecerle, sabemos, por sus posibilidades míticas, que el Xenomorfo siempre seguirá vivo, por así decirlo, en nuestro ronco pecho.
2. La originalidad de robar de todo
En algún lugar dijo Dan O’Bannon, el guionista estrella de la cinta: “no robé Alien de ningún lado. Lo robé de todos lados”. Y claro, esta obra maestra de Ridley Scott toma influencias de una cantidad enorme de películas, desde la evidente conexión a Dark Star (1974) de Carpenter hasta The Thing from Another World (1951) y la increíble Forbidden Planet (1956), pasando, claro, por Star Wars (1977). De una cinta roba la idea del alienígena a bordo, de otra el aislamiento, de la siguiente el encontrar a una tripulación varada en un planeta particularmente misterioso y hostil; de la gran cinta de Lucas, finalmente, se inspira la idea de un porvenir que no tiene que ser bonito, reluciente y plateado, un futuro sucio, con cantinas y briagos interestelares, mecánicos espaciales y grasa cósmica.
En esta mezcla está la tremenda originalidad de Alien: tomó de todas partes para conseguir algo genuinamente auténtico. Es una película de terror en ciencia ficción (“The Texas Chainsaw Massacre en el espacio”, dirá Scott) y, en el horror, es el ejemplo mismo de suspenso construido, lejano a los sustos burdos, paciente, como buena bomba que tarda en explotar debajo de una mesa.
Para lograr con contundencia este efecto Scott echó mano de algo muy poco común para la época: actores experimentados, mayores, para roles en ciencia ficción. La tripulación del Nostromo –y el guiño a Conrad es interesante– está compuesta de una serie variada de hombres y mujeres que pertenecen a diferentes culturas, con puestos precisos y resentimientos en jerarquías de pago. Cada uno de los personajes en este encierro constante es único y se dibuja bien frente a los otros: el poder firme de Dallas, la fragilidad emocional de Lambert, la seriedad valentona de Ripley, la exaltación quejumbrosa de Parker, la complicidad de Brett, la curiosidad madura de Kane, la frialdad médica de Ash y la ternura pachona de Jonesy.
Este grupo, mezclado y diverso, pero tan bien definido, crea una sensación única de gente ordinaria en situaciones extraordinarias. El futuro es vagamente familiar, como lo son los géneros y las influencias de la película; y es, en esa cercanía precisamente, que todo funciona en conjunto para lograr algo completamente inquietante. Lo hemos visto con otras cintas de invasión de hogar (y eso es lo que Alien finalmente es): de lo familiar repetido nace el más profundo horror de lo inesperado.
3. Ciencia ficción diferente
El reparto de la película encabezado por Sigourney Weaver.
Este futuro cercano, familiar y trabajado, banal y cotidiano, es una representación muy original para la ciencia ficción del momento: todo pasa en esta galaxia y en este tiempo, aquí no hay ópera espacial sino realismo crudo de mundos inventados. El aventurado diseño de arte une la tecnología desgastada a un futuro que mantiene las mismas condiciones explotadoras de compañías –ahora ya transgalácticas-; los monitores viejos se apilan frente a teclados duros; todo parece oler a aceite y óxido, a uso rudo de sudor viejo. El diseño nos pregunta: ¿ las minas serían así si pudieran volar?. Scott, en todo caso, lo entendió muy bien: entre más avanzado el futuro, más vieja se hace su tecnología, más banal, más común y chatarresca –y si no, pregúntenle a Rick Deckard.
Pero no paran ahí las extrañas innovaciones para la ciencia ficción del momento. No hay un solo humano en los primero 5 minutos de película, la claustrofobia es total a través de largos corredores y espacios cerrados, los efectos de sonido son discretos y los momentos de silencio se multiplican… La premisa era real: Scott no hizo una epopeya espacial de alcance y distancia, hizo un cuento de terror de encierro y oscuridad ahí en donde nadie te puede oír gritar. Con Ridley Scott, el futuro espacial no es espacioso; no está hecho a la medida trascendente de un Kubrick, ni a la enormidad medieval de un Lucas. Aquí el espacio es hostil, apretado, oscuro y silencioso… Porque el infinito no es para nuestra especie. Por eso, finalmente, no hay suspiros científicos: la exploración es de quién la paga y mucha lástima para todos si los que tienen medios son Weylan-Yutani.
Con un presupuesto limitado –a pesar de conseguir, a punta de storyboards, que se lo duplicaran– Scott logró fabricar un mundo, un ambiente, que no vive de efectos especiales, que se crea solo, discreto, constante y sutil. Un mundo envolvente y realista que no necesita de grandes exaltaciones para ser sincero. Ésta es ciencia ficción fabricada con cariño por gustosos del género: es más ingenio e improvisación que recursos comprados. En esto también, Alien nos sigue dando lecciones: viendo en retrospectiva (honor y reconocimiento a la insigne excepción que es Moon (2009), no hay mucho de lo que se hace ahora que logre tal calidad con tan poco.
4. La profundidad psicológica
Todo en Alien retumba en un ambiente de encierro y silencio pesado. Ahí adentro, entre el metal y el vapor, se aprecia tanto al monstruo porque, justamente, se tarda en aparecer. Como dijimos antes, Scott logró ese suspenso tan eficaz, tan provocador, mezclando el terror de la aparición alienígena con todo el sombrío interior del Nostromo. La nave, de pronto, frente a este temible superviviente, se convierte en refugio, se presta al camuflaje. Y el alienígena la adopta como arma. Colgado entre sus cadenas, escondido en sus ductos o confundido con sus cables, el depredador perfecto se oculta en este nuevo ambiente con criterio y genialidad.
De pronto, todo aquello que era familiar –como cantera para los trabajadores–, se convierte en algo terriblemente peligroso. Todo pasa por esta transformación tan típica del suspenso y, sobre todo, del horror psicológico: la extraña irrupción de un elemento mínimo ominoso hace que lo familiar se convierta en algo singularmente hostil. (Para tirarle tantito más a la pedantería, Freud llamaba a esto el Unheimlich, o la perturbación del calor hogareño por un pequeño elemento anormal). Porque todo se organiza así: en cuanto se reanuda la escena típica de familia, el momento de felicidad, relajación y convivio alrededor de la comida, se desencadenan las situaciones más aterradoras. Así reciben la primera inquietante noticia de la señal de emergencia (¿o era advertencia?) que deben investigar. Así también le vuelan el pecho al pobre de John Hurt en una de las escenas más memorables del horror moderno: todo pasa entre café y risas, leche y cereales para astronautas, cigarrillos enrollados a mano y la discusión cotidiana sobre bonos en el desayuno.
Todo lleva al terror psicológico. La nave, lugar de reposo, trabajo y alimento, se convierte en el resguardo del monstruo: engulle en sus tripas al querido capitán, en las bóvedas desaparece al ingeniero, en la cocina tortura a un oficial; en sus fondos negros, sudorosos y abultados esconde al enemigo obsesivo. Pero también los tripulantes pasan de lo familiar a lo hostil: el médico, encargado de la salud de todos, de cuidar la humanidad de los tripulantes, resulta no ser humano, ni protector, sino todo lo contrario.
Así, podemos contraponer la revelación de la naturaleza robótica de Ash a cuentagotas, poco a poco, con pequeños indicios a lo largo de la cinta, pequeñas pistas que se introducen en lo familiar y convierten lo normal en peligro. Finalmente, se viola el último santuario, el último refugio de lo propio, hogareño y conocido: el cuerpo. El ciclo reproductivo de la famosa bestia espacial necesita del humano para hospedar su metamorfosis. Así, en la frontera de nuestra intimidad violada, todos somos, potencialmente, las madres del enemigo. Aquí está lo más inquietante de The Thing (1982), pero también está Hitchcok bien enseñado, Carpenter y, luego, las continuaciones de lo ominoso en cosas tan lejanas como el cine corporal de Cronenberg y Lynch.
Todos le han echado algo de su propia paja a las interpretaciones psicológicas de Alien. Entre los interminables comentarios sobre la naturaleza fálica de la criatura y las formas vaginales del imaginario de Giger, me quedo con la opinión del guionista. Porque, en este caso específico, parece bastante interesante el comentario. O’Bannon dijo, en algún momento, que Alien era una película sobre la violación. Y esto con todos sus tintes: penetración forzada del cuerpo, violencia y subyugación, huevecillos en la garganta y toda la cosa (no miento, así lo dice él). Pero, para lograr la máxima incomodidad en una audiencia que está poco acostumbrada a este tipo de violencia –pregúntenle al primer público de Deliverance (1972)–, dirigió toda la carga sexual hacia los hombres. En Alien, y de esto no hay duda, las víctimas que nunca tienen una oportunidad, no son la colegiala semidesnuda del slasher sino el comandante viril, el tosco mecánico y el valiente líder. A cada quién sus conclusiones.
En todo caso, Giger era maravillosamente incómodo en la privacidad artística de su estudio en Zurich. De ahí, Jodorowski lo tentó y luego Scott le permitió liberar, para el público inmenso, todas esas obsesiones sublimadas en momentos memorables de pantalla.
5. La fuerza de una protagonista única
Ripley es cualquiera de nosotros y es más que todos. En eso, es un personaje tan fuerte, imponente y valiente por su completa falta de excepcionalidad. Ésta no es la típica heroína de acción que muestra una pierna desnuda mientras empuña dos metralletas, que usa shorts entallados para ir a saquear templos antiguos o que viste de cuero apretado para patear traseros. Ripley es una persona normal, con un trabajo mecánico y aburrido en una nave mediocre.
El personaje de Ripley ha pasado por toda clase de metamorfosis, vidas y muertes. Lo esencial de este personaje, su enorme fuerza vital, su imperturbable carácter y su muda voluntad de supervivencia nunca se expresaron mejor que en las dos primeras películas de la saga. Su supervivencia no se debe a la fuerza o al conocimiento particular en armamento y combate sino a una testarudez de supervivencia que le hace frente, con fuerza vital, a la inagotable voluntad de destrucción del depredador perfecto.
Ripley es la fuerza vital que no puede dejar de salvar vidas. Lo veremos en el enfrentamiento de supervivencia de la especie -frente a la reina Alien- en la película de James Cameron, claro, con la protección constante a Newt. Pero, mucho antes, lo vimos con Jonesy. Ripley no tiene por qué arriesgar su vida por un gato, pero lo hace: nadie queda detrás, ninguna forma de vida que pueda salvarse. El xenomorfo es la fuerza que no parará en nada para destruir, Ripley es la fuerza que no parará en nada para salvar. Eros y thanatos, vida y muerte, violencia y amor: Ripley es siempre la voluntad humana de supervivencia, el impulso de vida, frente a la destrucción necia.
Alien es lo que es por la fuerza de esta protagonista en la actuación de Sigourney Weaver, una presencia en pantalla imponente, humana, frágil y valiente; una presencia en pantalla que cambió para siempre la percepción de los roles femeninos del slasher. Aquí, estamos muy lejos de las denominaciones despreciativas de las scream queens. En el espacio no hay gritos y Ripley no necesita gritar.
Queda decir lo evidente y para esto no hace falta mucho espacio: Alien estableció un género y, hasta ahora, nadie la ha superado en su reino. La influencia de esta película es enorme, la simplicidad genial del “Jaws para el espacio” estableció un tono y una continuidad. Ni las secuelas, ni los intentos disparejos de terror espacial, se han acercado siquiera a la claustrofobia, la complejidad psicológica y el diseño inmaculado de esta joya de la ciencia ficción. Tres años después, Ridley Scott filmaría ese otro gran hito del género, Blade Runner (1982), basado libremente en la bellísima novela Do Androids Dream of Electric Sheep? de Phillip K. Dick. Y bueno, desde entonces ha tenido idas y vueltas, un par de logros discretos y muchas cosas que todavía nadie entiende (¿o les quedó algo de Russel Crowe echando el Robin Hood?). Tal vez también, como estrella muriendo, la energía creativa brilla más cuando termina por consumirse. En todo caso, Alien marcó a una generación, inauguró la genialidad de Scott y, de un mismo golpe, casi acaba con ella: al parecer, nadie se salva del depredador perfecto.
Volviendo a ver Alien, desde un cariñoso recuerdo, hay que admitir que estos 40 años le han venido bien y que la cinta sigue guardando, inmaculada, su fuerza. Mientras siguen pasando esos años, nos quedaremos siempre a bordo del Nostromo, en su peligrosa belleza, como espectadores aferrados: nosotros y todos los pasajeros infiltrados.