En los años setenta y ochenta, con el declive de los autocinemas y la necesidad de muchos proyeccionistas de encontrar nuevamente un público masivo, nació el género del exploitation. Como muchas de las etiquetas impuestas después a géneros más o menos estables, la idea de exploitation abarca un poco de todo y termina por no decir mucho. La etiqueta genérica se refiere al cine que literalmente explota algún tipo de tabú social para vender, en pantalla, la satisfacción de lo prohibido.
Y hubo de todo, sexploitation, blaxploitation, slashers, carspoloitation, nazisploitation (como la tremendamente clásica Ilsa, She Wolf of the SS del 75), cine de venganza (como la controversial I Spit in your Grave del 78) y, claro, los llamados cannibal films. Dentro de todo este sub-mundo cinematográfico de bajo presupuesto y alto impacto, ha habido muchas cintas que han llegado al estatuto de culto. Y también una gran revisión de todo este tipo de producciones en la historia de la nostalgia cinematográfica a través de directores como Tarantino: Jackie Brown (1997) es un homenaje al blaxploitation, Death Proof (2007) al carsploitation, Inglorious Basterds (2009) al nazisploitation, y Kill Bill (2001-2003) mezcla la trama de una película de venganza con algo del chamara japonés.
Pero tal vez pocas películas han sido tan controversiales, tan influyentes y tan revisadas como la obra maestra de Ruggero Deodato, Cannibal Holocaust. Volver a ver esta película que cumplió hace unos días 40 años de existencia, sigue siendo una prueba difícil para estómagos calificados. Pero no sólo perdura la violencia gráfica y sexual, la crudeza humana o esa impecable realización, sino las enormes preguntas que sigue planteando a cualquier espectador que se aventura en sus tinieblas. Aquí un breve comentario que recorre la sal vertida en décadas sobre las heridas que Cannibal Holocaust abrió y que, ahora, siguen sangrando.
La crítica
En 1962, el público quedó completamente fascinado con la obra de Cavara, Prosperi y Jacopetti, llamada Mondo Cane. Mezclando elementos de documental y montajes hábiles de ficción para representar realidades crudas, los cineastas italianos lograron su cometido: impactar, con relatos de violencia, sexo y locura, a un mundo occidental fascinado por lo exótico de culturas recónditas. A pesar de todas las críticas al posible desprecio paternalista que mostraron los realizadores hacia culturas llamadas “primitivas”, el máximo logro de este gran espectáculo visual fue el contraponer costumbres bien ancladas en Norteamérica y Europa con el escándalo exótico de pueblos remotos. Las imágenes se intercalan en una edición que podría parecer completamente aleatoria pero que, en realidad, dista mucho de ser inocente. En un momento se observa un rito de reproducción en Nueva Guinea en el que decenas de mujeres persiguen a un solo hombre que trata de escapar trepándose ágilmente a una palmera. Y la imagen se intercala con marineros corriendo de un lado al otro de un portaviones americano para ver a una lancha con modelos que rodea coquetamente al imponente barco.
La idea es sencilla y pega con todo al relativismo: ¿quién puede decir que una cultura es menos civilizada que otra? ¿Qué rito de pueblos lejanos y llamados primitivos no puede compararse con tantos otros ritos de la enaltecida civilización occidental? ¿Existe verdaderamente una frontera clara entre esos términos tan viejos y chatos de “civilización” y “barbarie”? En Cannibal Holocaust, Deodato continúa las enseñanzas de sus maestros cuestionando los valores mismos de una civilización que se dice superior, que considera su estado de alcance tecnológico como una evidencia de un desarrollo, de una evolución, de un pasado primitivo terminado que dio lugar al hombre civilizado que hoy reconocemos en el cuello blanco promedio.
La idea de civilización se revierte para mostrarnos que lo primitivo no es un hecho consumado, sino parte de la esencia misma que lo hace ser humano
La historia, para quién no la conoce, cuenta la desventura de cuatro periodistas que gustan de hacer reportajes extremos y que acaban siendo devorados por una tribu caníbal en el amazonas. Tiempo después un antropólogo es delegado para encontrar las cintas que cuentan la verdadera historia de su desaparición y juzgar si es pertinente programarlas en la televisión. Al ver las cintas el profesor descubre una realidad mucho más cruenta de lo que imaginaba: los documentalistas habían asesinado a un pueblo entero para montar el “horror” de la guerra entre tribus caníbales. Preocupados más por la fama y el reconocimiento, cada vez más adentrados en un goce mórbido por recopilar imágenes violentas, los cuatro compañeros empiezan a empujar los límites de la locura provocando empalamientos, asesinatos, canibalismo ritual, y, finalmente, su propio sacrificio filmado en 16 milímetros.
La idea central de la película gira entonces en torno a los valores que consideramos como pilares para distinguir lo “salvaje” de lo “civilizado”: la violencia gratuita, el alimentarse de la miseria del otro, la falta de pudor, la falta de arrepentimiento, el desconocimiento de reglas de conducta, etc. Y claro, todos estos fundamentos cuestionables implican más a los documentalistas que a las tribus que buscan retratar. La idea de civilización se revierte para mostrarnos que lo primitivo no es un hecho consumado, anclado en un pasado lejano para el hombre occidental, sino parte de la esencia misma que lo hace ser humano. El canibalismo, tal y como lo retrata la película, no es una práctica exclusiva de civilizaciones aisladas sino el común denominador de nuestra cultura de medios, de nuestro capitalismo salvaje. El hombre devora al hombre por fama, dinero, o el mínimo sustento; despersonalizamos la enfermedad y la miseria del otro por las comodidades de algunos; destruimos culturas enteras para alimentar los fuegos de la industria civilizadora; finalmente, vivimos, como lo dijera más románticamente Cerati, entre caníbales.
El director Ruggero Deodato durante la filmación de Cannibal Holocaust
Holocausto quiere decir, literalmente, el sacrificio de una víctima que queda completamente destrozada por el fuego. Y la película retrata al holocausto de los yamucos quemados vivos en sus chozas, pero va mucho más allá en el significado de ese título tan sonante. Lo que corre el peligro de quemarse hasta las ruinas, de ser destruido por completo, sacrificado por su propia locura, es la fundación de una civilización que niega su violencia constitutiva. Al final, cuando el profesor logra su cometido y las cintas son quemadas, vemos el guiño fatal de Deodato: para mantener el sano equilibrio que nos separa falsamente de otras, tantas, civilizaciones, se tiene que sacrificar la verdad; esa verdad que muestra las últimas consecuencias a las que empuja una civilización mediatizada que ha llegado a empaquetar la miseria humana como mercancía de consumo. Un producto que todos compramos, que todos vemos, al que ya dejamos de prestar atención por costumbre y adormecimiento.
Deodato consideraba como una aberración el tratamiento sensacionalista que le dio la prensa italiana a los actos violentos emprendidos por las brigadas rojas en su país. Este grupo, como el Baader-Meinhof en Alemania o los Tupamaros en Uruguay, emprendió acción revolucionaria violenta y causó furor en Italia en los años setenta y ochenta. La prensa retrataba entonces, con lujo de detalle, imágenes cada vez más explícitas de víctimas, atentados y sufrimiento infringido. Con todo, esto le pareció a Deodato una forma de manipulación política y un regodeo mediático por el sufrimiento ajeno como arma contra-revolucionaria. Y su reacción indignada fue justamente Cannibal Holocaust en donde los productores de televisión empujan a periodistas a encontrar notas cada vez más violentas, cada vez más gráficas; en donde las cadenas televisivas se las arreglan para lucrar incluso con la muerte violenta de sus empleados. Con toda la distancia que pueden imponer tres décadas y media de separación, vemos bien que la crítica sigue siendo particularmente oportuna. En ese entonces, el miedo al creciente poder de los medios de comunicación era todavía difuso; ahora vivimos, justamente, una lucha sin tregua por la libre circulación de la información.
La maldad
En realidad, Cannibal Holocaust no causó escándalo por sus intenciones críticas. Fuera de la violencia gráfica en cada esquina de la película, de la tensión continua, casi insoportable, de las escenas sexuales brutales, lo que más sigue causando polémica es el asesinato, en plena cámara, de seis animales (entre ellos una hermosísima tortuga). Y claro, es despreciable lo que hizo Deodato, algo imperdonable por donde se lo vea y que no puede tener excusa. Aun así, tras esta barbarie tan pura, tan terrible, tan innecesaria, se esconde justamente toda la perversidad mediática que quiere retratar y, finalmente, el placer encontrado dentro de todo amante del Grindhouse. Porque el cine de exploitation justamente busca estas polémicas, estas aberraciones, para lucrar con ellas. Y lo logra porque seguimos fascinados frente al impacto de la violencia gráfica más pura, más estúpida, más gratuita; esa violencia que encontramos en todos nosotros y que, en la ficción, se descarga con inofensiva festividad.
El hecho de que aquí la festividad macabra no haya sido inofensiva marca un hito más en la leyenda de esta polémica película. Porque Cannibal Holocaust es la primera cinta en utilizar el found-footage como tal. La influencia que esto tiene ahora en el medio cinematográfico occidental no se puede tomar a la ligera: vivimos de cerca un boom en las películas que aparentaban la realidad máxima de las cintas encontradas; en el mockumentary; en grandilocuentes métodos de crear ficciones construidas para vivirse como verdades incuestionables. Los animales sacrificados son el primer precio de esta tradición, su primero y más notorio holocausto: pagaron con su vida la instauración de un cine-realidad que creció firmemente, décadas después, como fetiche de nuestro mundo paranoico. La manipulación mediática creciente que ya criticaba Deodato hizo, finalmente, que la sospecha por la realidad en que vivimos se volviera algo común, constante, un fantasma más que dio a luz tanto a Matrix (1999) como a la bruja de Blair.
Porque el cine de exploitation justamente busca estas polémicas, estas aberraciones, para lucrar con ellas
Y Cannibal Holocaust parece estar más consciente de esto que muchas otras cintas. La violencia de las tomas encontradas critica las influencias de la película, señala a los documentales sangrientos del mondo y a la serie B tanto como a los medios y su gusto gráfico por la miseria humana. La ficción ya no es tan fácil de separar de la realidad y todo parece ahora pasar por el filtro interpretativo de algún esquema, de alguna intención. Nuestro gusto por el sensacionalismo se toca aquí con nuestro gusto por una ficción que parece cada vez más verdadera. Nada más hay que considerar que, en su estreno, pesaron acusaciones sobre el director por, pretendidamente, asesinar a sus actores. Y esta cinta aún ahora impacta por la calidad visual de sus efectos, la crueldad de sus tomas y la música genial de Riz Ortolani que las acompaña como sueño romántico. Con esto Deodato nos señala como espectadores y provoca los límites del punto de quiebra, ese momento en que ya no soportamos la realidad ficcionalizada de lo que vemos. La barbarie está en todos, en el director que mata animales en plena filmación y que se señala así como parte del sensacionalismo que critica, en un actor porno (Robert Kerman de la famosísima Debbie does Dallas) elegido para representar al profesor que ve con horror la constante violencia de la cinta hacia la mujer sexual, hacia la adúltera, hacia la que aborta.
En el juego de Grand Theft Auto V pocas personas fuera de la comunidad que lo disfrutó se enteraron de uno de los detalles más interesantes en el gameplay. En un momento el personaje que controlas tiene que torturar a otro hombre: para seguir con la historia, acabar el juego, avanzar en la misión, tienes que hacer el movimiento repetitivo con el control para arrancarle el diente con unos alicates. Y aquí lo que me parece interesante es el impacto que se busca crear en el gamer: ¿hasta qué punto esta ficción puede contener una violencia despersonalizada? ¿Hasta qué punto empezamos a sentirnos mal con lo que estamos haciendo en un juego? Definitivamente no es matando abuelas con una bazuca, sino en esta secuencia en donde la violencia es echada en cara al que la ejerce, en donde la ficción perfora sus límites para cuestionar la realidad de quién la percibe.
Aquí nos preguntamos sobre los límites de esta diversión, sobre la tortura animal y lo que podemos soportar del espectáculo de nuestra propia barbarie
Y algo así sucede con Cannibal Holocaust y de ahí su importancia. Con todos los medios del found-footage, los esplendorosos escenarios amazónicos y la contratación de indígenas de la zona para actuar en la película, la ficción nos echa en cara una realidad tan brutal que empieza a pesar sobre el espectador una duda. Fuera de la diversión inocua de cualquier producto de entretenimiento, aquí nos preguntamos sobre los límites de esta diversión, sobre la tortura animal y lo que podemos soportar del espectáculo de nuestra propia barbarie. La crítica de la cinta perfora entonces sus propios límites y el espectador se encuentra consternado como si tuviera un par de alicantes y un molar en la mano, como si fuera suyo el machete que apunta a la cabeza del chango, como si todo esto no fuera tan lejano de nuestra propia naturaleza.
El horror de la cinta está en los cuestionamientos que plantea más allá de lo que retrata, en cómo afecta al espectador y lo enfrenta consigo mismo. Y esto va más allá de las posibles intenciones de sus creadores. Aunque algunos signos lo advierten. Al principio de la cinta, el profesor encuentra una marca sagrada en el cuello de un yacumo que señala, como le explica su guía, que estaba ahí haciendo una ceremonia religiosa para ahuyentar al espíritu maligno del hombre blanco. En la última toma, esa misma marca está estampada como logo en un camión que pasa por una calle céntrica de Nueva York. El símbolo no nada más se repite ahí en donde no debería existir, sino que aparece como logotipo de marca. Desde una tradición ancestral en el amazonas hasta la pretendida civilización de una ciudad cosmopolita moderna, el hombre no se puede escapar de lo que le persigue: la maldad no está en el caníbal o en el americano sino en todos, en esencia, por el simple hecho de ser hombres.