Reseña: Z – Una película llena de clichés y sorpresas
Z es una película que, a pesar de sus tropos gastados, reflexiona sobre las ideas de normalidad, imaginación, trauma y la imagen repetitiva de la normalidad suburbana.
El juego es mucho más que un pasatiempo. El juego ordena al mundo, lo configura, lo desarma y lo vuelve a armar. Es el taller de las potencialidades infinitas de la imaginación, de la libertad infantil y de las ansiedades controladas. Por eso, el juego y la imaginación también tienen una poderosa relación con el trauma.
Pretendemos que algo no pasó o que pasó de manera distinta. Para borrar un trauma usamos un mecanismo idéntico al de los juegos; como cuando pretendemos que somos exploradores en una lejana jungla o que el piso está hecho de lava. Hacemos como si el monstruo de la enfermedad mental no estuviera frente a nosotros. Hacemos como si fuéramos personas normales, jugando un rol social, interpretando un papel para no mostrar, al interior, las cortinas rasgadas.
Z, la nueva película del director canadiense Brandon Christensen explora estos temas a través de una trama sencilla, pautada por jumpscares y clichés de género. Pero, a pesar de todos sus lugares comunes, la nueva cinta del director canadiense logra plantear preguntas interesantes.
Christensen, en ese sentido, parece ser una de las voces más disruptivas en la nueva convencionalidad del horror hollywoodense. Y esta cinta es un retrato interesante del peligro inherente de los juegos y los caminos oscuros a los que nos puede llevar la imaginación.

(Imagem Films)
El mismo miedo suburbano
Beth y Kevin viven una vida absolutamente normal en un suburbio blanco, privilegiado, de alguna región indiferenciada de Estados Unidos. Desayunan juntos, encaminan al niño a la escuela, el padre trabaja y la madre es ama de casa, el niño regresa, cenan juntos, el niño juega y los padres ven televisión con una copa de vino.
La familia retratada en la película Z es, entonces, la familia que hemos visto una y otra vez en el centro del horror más común: una familia acomodada, blanca y suburbana con la que el promedio de producciones de Hollywood considera la cúspide de la normalidad y la ausencia de problemas. Por supuesto, esta normalidad balanceada, de catálogo, siempre termina siendo interrumpida por algo, algún elemento extraño que transforma esta normalidad suburbana en una pesadilla.
Aquí, la normalidad comienza a tambalearse hacia la locura cuando el niño, Josh, entabla una relación con un amigo imaginario llamado Z. El amigo imaginario está cada vez más presente en sus vidas: altera la conducta de Kevin; exige en la cena familiar cierto tipo de leche y que recorten la costra sus sándwiches; empieza a alejar al niño de su familia, de sus compañeros de clase, de todo el mundo.

(Imagem Films)
La cosa se pone mucho peor cuando Beth decide tomar el asunto en manos propias y, contraviniendo el consejo de una psicólogo, comienza a drogar al niños sin que se dé cuenta. Poco a poco, Z parece desaparecer de la conciencia adormecida de Josh. Pero Beth, consumida por el miedo y la culpa, empieza a verlo ella misma.
Z se vuelve cada vez más presente en la visión periférica de Beth y comienza a relacionarse, de manera violenta, con recuerdos suprimidos de la infancia. Tal vez este amigo imaginario no fue inventado por su hijo, tal vez sea un viejo fantasma que olvidó para poder tener una vida normal.
La lección aquí es que nadie puede tener una vida normal con esos demonios en el clóset. Y Beth la va a aprender de la peor de las maneras…

(Imagem Films)
La frontera sobrenatural
Los tropos que maneja Christensen en esta película no son nada novedoso. Hemos visto, en múltiples encarnaciones y desde hace muchas décadas, el uso de amigos imaginarios para canalizar los sobrenatural en una película de horror.
Este tropo es particularmente útil y recurrente porque funciona muy bien para balancear la trama entre el miedo psicológico explicable y el miedo inexplicable que proviene del más allá. Se puede comprobar por qué un niño ve algo que no está ahí a través de la imaginación ilimitada de la infancia. Es por eso que, en un principio, los padres no entienden qué pasa con la amiga imaginaria de Amy en The Amityville Horror de 1979; o con Reagan y Captain Howdy en The Exorcist (1973); o con Ashley y Bughuul en Sinister (2012); o Carol Anne y la televisión con estática en Poltergeist (1982).
La tensión que se crea entre lo sobrenatural y lo psicológico es, finalmente, lo que exploraron, de manera propositiva y más recientemente, Hereditary (2018) de Ari Aster y Daniel Isn’t Real (2019) de Adam Egypt.

The Exorcist (Warner Bros.)
En esta tensión entre lo explicable y lo inexplicable se juega, por supuesto, el miedo a lo irracional. Si, con todas las sondas del mundo, los doctores hubieran encontrado alguna razón para el comportamiento de Reagan, en The Exorcist, Chris MacNeil y toda la audiencia hubieran dormido mucho mejor. Si todo, en Hereditary, se hubiera explicado a través de la salud mental mermada del personaje interpretado magistralmente por Tony Collette, el tercer acto de la cinta hubiera cambiado completamente.
Así, la tensión entre lo explicable, a través de la focalización de los delirios psicológicos de un personaje, y lo inexplicable, a través de una verdadera presencia sobrenatural, ha sido uno de los mecanismos más recurrentes del cine de horror en Hollywood. y en Z, todo esto se retoma basándose, evidentemente, en The Babadook de Jennifer Kent.

(Screen Australia)
La diferencia entre todos estos ejemplos de amigos imaginarios siniestros y The Babadook, es que, en la película australiana, Kent explora la relación del personaje imaginario con toda una familia marcada por la pérdida. En particular, con la relación entre una madre y un hijo después de la muerte del padre y esposo. Aquí, el miedo, la desconfianza, la paranoia de la madre se complementan con el miedo, la desconfianza y la paranoia del hijo. Todo para llegar a un final maravilloso en el que, alegóricamente, Kent habla de la aceptación de nuestro duelo y de la inevitabilidad de vivir con él.
En ese sentido, Z es una cinta muy cercana a The Babadook. Por supuesto, la película de Christensen no logra recrear las ambiciosas atmósferas de Kent, no se acerca en el diseño de producción a la maravillosa e icónica creatura que es el Babadook y no tiene un final tan certeramente interpretativo. Sin embargo, está lo suficientemente bien hecha para permitir una lectura que va mucho más allá de su estructura de jumpscares y clichés de guión de horror.

(Imagem Films)
Z: una película sobre la normalidad perversa
Las dos películas de Christensen parecen ser, a primera vista, unas de tantas películas de horror que se producen rápidamente, con un presupuesto mediano, en las facilidades económicas de Canadá, para distribuirse brevemente en cartelera y morir en los sótanos olvidados de los limbos digitales. Películas que no logran ser los éxitos taquilleros de James Wan y compañía; que no logran tampoco tener los éxitos críticos de Ari Aster, Veronika Franz y Severin Fiala, Robert Eggers, David Robert Mitchell, Aaron Moorhead y Justin Benson; películas que sólo cumplen una función de retribución rápida.
Son películas, finalmente, que están manufacturadas para ser olvidables, con títulos traducidos repetibles, actuaciones al borde de lo mediocre, tramas previsibles y resultados poco sorprendentes. Son cintas para adolescentes en pinta mientras se fajonean o encuentros casuales para desprevenidos que quieren ver una película de horror con una trama sencilla, sustos bien pactados y un final comprensible. Montañas rusas, nada más y nada menos.
Todo parecía indicar que el primer largometraje de Christensen, Still/Born era exactamente una de esas cintas. De hecho, Still/Born y Z son películas limítrofes que están a punto de pasar a habitar los rincones olvidados de Shudder y no volver a ser mencionadas.

(Imagem Films)
Sin embargo, hay algo único en la forma de explorar el horror más cliché en Christensen, una forma de entender la importancia de los finales abiertos, de las explicaciones diluidas y de cambiar la fórmula aparente hacia algo más jugoso.
Por supuesto, ahí están los mismos mecanismos repetitivos del jumpscare, el mismo uso de los movimientos de cámara para enmarcar lo que vemos y revelar, sorpresivamente, lo que habita la periferia del cuadro; los mismos juegos de iluminación y el mismo uso del diseño de producción para diferenciar los espacios nuevos, minimalistas, y modernos, de los baúles del recuerdo.
También, en cuanto al guión, reconocemos, en Z, la estructura habitual de las películas más artesanales de horror hollywoodense: un planteamiento de la normalidad que se disrumpe, un conflicto que asciende hasta lo insoportable, y una resolución. Todo esto, por supuesto, con los personajes estereotípicos de la madre angustiada, el hijo presa del ente maligno, el padre desprevenido, el ayudante experto en forma de un doctor o psicólogo y los ayudantes inexpertos en forma de amigas y hermanas.

(Imagem Films)
Hasta aquí, todo en la película de Christensen, como también sucede en Still/Born parece responder al prototipo necesario de las películas más olvidables del horror cotidiano. Sin embargo, el director canadiense propone también algo único; una visión refrescante en cuanto a la forma de cerrar sus guiones y de terminar sus películas.
Tanto en Still/Born, como en Z, la resolución del conflicto llega de manera diferente a la que estamos acostumbrados en el horror más baladí de Hollywood. Aquí, en vez de terminar con una resolución que explica lo sobrenatural y destruye lo anormal, Christensen gusta de crear finales mucho más abiertos, mucho más complejos, mucho más interesantes.
Z, en particular, tiene un final que no anula, en ningún momento, las inquietudes planteadas por la película. En ese sentido, nunca sabremos si Z es un ente sobrenatural, una manifestación de problemas psicológicos latentes, o la encarnación de una vívida imaginación infantil. Y el hecho de que nunca sepamos esto le da fuerza a la peculiar existencia del ente. Sobre todo porque permite una interpretación más rica.

(Imagem Films)
Independientemente de lo que creamos que Z puede encarnar, la representación de los peligros de la comodidad y el abuso, son particularmente interesantes. Aquí, Beth no nada más termina estando en una horrible paz con el demonio que la persigue y la atormenta como un viejo trauma de la infancia, sino que se casa con él y quiere tener una vida suburbana normal. Esta imagen funciona en dos sentidos complementarios.
Por una parte, relaciona la toxicidad de una relación abusiva con la relación que podemos tener con una enfermedad mental no admitida. Por la otra, emparenta las dependencias que creamos con la enfermedad mental a las expectativas de una vida normal, suburbana, de matrimonio, hogar y familia. El sueño americano, pues, como una cobertura para el trauma y el horror. Algo muy cercano al pensamiento del basamento traumático de Maine en Stephen King, por ejemplo.
La normalidad aparece aquí, entonces, como una forma de apaciguar los tormentos que cada uno porta en su interior. Y este apaciguamiento, esta forma de enterrar los problemas psicológicos bajo el escudo de la normalidad crea, finalmente, relaciones absolutamente tóxicas y destructivas con nuestra propia psique.

(Imagem Films)
Así, a pesar de ser una película predecible en su construcción, en su forma y en su desarrollo, Z termina de una manera inesperada y logra cuestionarnos sobre la normalidad que imponemos sobre nuestros viejos traumas.
En ese sentido, toda la construcción de clichés, y toda la idea de una normalidad suburbana en la película se revalora. Christensen logra darle un sentido interesante al empaque necesario para el marketing de la película. Y logra que la normalidad del setting, de este planteamiento de suburbia blanco y cotidiano, impacte, de otra forma, en el final del guión.
Esto es sumamente interesante y me parece, por encima de todo, que muestra un nuevo camino para el horror más comercial de Hollywood; un camino que puede trascender las banalidades repetitivas de un género que se ha convertido en el lugar dicotómico de una originalidad política y la más terrible costumbre de espantos fáciles.

(Imagem Films)
Lo bueno
- La inteligencia de la resolución del guión que le da valor a toda la cinta.
- La actuación de Jett Klyne que, con 8 años, acumula varios papeles interesantes.
- La confianza en la dirección de Christensen.
- Algunos jumpscares divertidos.
- El trabajo de Christensen en los efectos visuales.
- La importancia generacional del guión de Christensen y Colin Minihan.
- Que el horror olvidable de Hollywood se está volviendo cada vez menos olvidable.
Lo malo
- La recurrencia fácil al jumpscare.
- Los clichés de horror.
- La torpeza ocasional del guión.
- Las actuaciones de Keegan Connor Tracy y Sean Rogerson que son bastante mediocres.
- Que todavía pasa desapercibido el interesante cambio que esta película plantea para el mercado del horror.
Veredicto
No creo que Z impacte profundamente en el cine de género. Ni creo que sea una película particularmente lograda o que logre escapar a los clichés y los tropos banales del horror más común de Hollywood. Sin embargo, Christensen está pavimentando un camino interesante para las cintas de horror de medio pelo; cintas que, normalmente, estaban dedicadas al olvido. Junto a Colin Minihan (Grave Encounters), Christensen forma parte de una nueva generación de directores de horror canadienses que empiezan a cuestionar los mecanismos de producción y a tratar temas, a través del horror comercial, que son mucho más complejos, más abiertos y, francamente, más interesantes que antes. Ojalá tengan un largo camino por delante.
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