Reseña: I’m Thinking of Ending Things (Pienso en el final) – La pesadilla de nuestras relaciones
Lenny Bruce, decía que “la verdad es lo que es, no lo que queremos que sea.” En I’m Thinking of Ending Things (Pienso en el final), Charlie Kaufman revierte este principio y nos lo tira a la cara.
¿Podemos existir sin moldear el mundo según esquemas predeterminados de pensamiento? ¿Podemos amar sin pensar el amor según lo que nos enseñaron? ¿Podemos superar lo que heredamos, a través de una mesa familiar rota, de nuestros padres? ¿Por qué hablamos con las palabras de otras personas? ¿Por qué no tenemos poemas propios, pensamientos propios, fantasías propias? ¿Por qué sufrimos al realizarnos en los ojos de los otros?
Después de hacer los dos rompecabezas maravillosos que fueron Synecdoche, New York (2008) y Anomalisa (2015), Kaufman regresa a la dirección de un guión propio para mostrarnos una visión metareferencial del acto creativo. Una reflexión que, en su pretensión es mucho más que un compendio de citas y una mal encausada farolés teórica (cof cof te hablo Mother!).

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Esta obsesión de reflexionar la autoría a través de la ficción la conocemos muy bien desde Adaptation (2002) y Being John Malkovich (1999). Pero nunca fue tan agresiva y tan directa como en su primera y su última película.
Tanto en Synecdoche, New York como en Pienso en el final, Kaufman explora, a través de construcciones imposibles, lo que puede o no significar el acto mágico, terrible y trágico de crear ficciones. Una obra de teatro que quiere mostrar al mundo tal como es, puede acabar engullendo todo; y una serie de películas románticas y preconcepciones heredadas del amor pueden desquiciar nuestra personalidad en una esquizofrenia paranoica.
Muchos han dicho que esta película es una absoluta estafa, algo forzadamente incomprensible. Entiendo perfectamente estas opiniones y creo que Pienso en el final es una película agresivamente cerebral y pretenciosa como principio. Aún así, me parece que esta pretensión no es gratuita y que sirve para dar vida a un argumento bastante interesante.
Por eso, en este escrito, voy a tratar de explicar una lectura retorcida de una retorcida película. No importa en realidad que estén de acuerdo o no conmigo, esto es un punto de discusión para perderse en compañía.
Finalmente, espero que estas líneas basten para abrir una discusión en el laberinto de Kaufman y con todos aquellos que, perdidos o iluminados, quieran volver a adentrarse en él.

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Pienso en el final, un romance prestado
Recientemente estrenada en Netflix, Pienso en el final, explora una desesperación comprensible: en este mundo en el que tenemos todo al alcance, podemos perdernos, despersonalizarnos, diluirnos en las opiniones recibidas y en la forma en que las expresamos.
Por supuesto, éste es el pensamiento particularmente paranoico, intelectual, neoyorquino y neurótico de Charlie Kaufman. Aquí, el argumento de la novela de Ian Reed sirve como estructura para hacer un ensayo sobre los miedos de un creador frente a la incesante producción cultural en nuestro mundo. Kaufman parece preguntarse qué es lo que está haciendo al inmiscuirse en el flujo eterno de imágenes y palabras.
La pregunta es válida y la respuesta no es ociosa.

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Pienso en el final es la historia de un viaje, si se puede decir así. Lucy está en un coche con su novio Jake. Apenas llevan seis semanas de conocerse y están viajando para que él le presente a sus padres en un retirado paraje del norte de Estados Unidos. Todo está nevado, congelado y muerto alrededor. En la casa de los padres de Jake el tiempo parece fragmentarse y Lucy se diluye. Cuando, finalmente, se van, parece que nunca podrán salir de estos paisajes helados y en un regreso constante por los recuerdos de Jake (pasando por una heladería perdida y la secundaria que tanto sufrió), la vida se bifurca y comienza a mostrar las posibilidades de una fantasía caricaturesca.
En un sentido paralelamente complementario al de Richard Linklater en Before Sunrise (1995), los diálogos de esta pareja son absolutamente impostados. En la cinta protagonizada por Ethan Hawke y Julie Delpy, Linklater quiso capturar la pedantería de una juventud que se siente más sabia de lo que es y el ego proyectado en la seducción. Aquí, Kaufman empuja esta idea hasta sus últimas consecuencias convirtiendo el intercambio de los personajes en algo absolutamente acartonado, plagado de referencias, despersonalizado al máximo.
En toda la primera parte de la película, sin embargo, entremezclados con la sesuda y pedante discusión, escuchamos los pensamientos de Lucy en voz en off. Hay una sinceridad que se expresa, una intimidad que habla y que quiere decir algo.

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Lucy quiere acabar su relación con Jake, pero no puede. Ella se pregunta qué hace ahí, se arrepiente de estar ahí y se arrepiente de haber empezado esta relación. Pero no dice nada de esto.
Él, por su parte, idealiza a Lucy. Considera que es una persona única, algo que no merece y que no va a poder volver a encontrar. Él busca señales de que todo lo que están viviendo está bien, solamente sospechando que ella piensa en acabarlo todo. Pero no dice nada de esto.
Si bien los personajes dejan entrever una vida interna compleja, sus intercambios son absolutamente distantes. Y esta distancia se crea a través del mecanismo pedante de la cita. Para evitar hablar, repiten las opiniones de otros, las lecturas superficiales que han hecho, los poemas que toman como propios, las opiniones leídas por ahí y expresadas con altivez.

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En un momento, Lucy recita un poema que dice haber escrito. Es profundamente pertinente para expresar lo que está sintiendo. Pero es un poema de Eva H.D. y tal vez él ya lo sabe. En otro momento, Jake habla del trabajo en neurociencias de Lucy como si entendiera la función de una neurona al citar su nombre. En otro momento, Lucy recita con voz exaltada, la violenta y desplazada crítica que hizo Pauline Kael de A Woman Under the Influence de John Cassavetes. En otro momento, Jake trata de recitar una oda a Woolworth que, a pesar de expresar ciertamente una nostalgia por la infancia, no lleva a absolutamente nada.
Finalmente, con toda petulencia, Jake habla del suicidio de David Foster Wallace para después hacer sentir mal a Lucy por sólo hablar del suicidio de David Foster Wallace. Comentario particularmente desplazado si consideramos que él mismo no entiende las referencias que hace a Wallace o a Debord, atrapado en representaciones idealizadas de comedias románticas que no critica y que no confronta.
Estos dos personajes no entienden, pues, que para no encontrarse, que para no hablarse, que para no decirse, se pierden, despersonalizados, en las opiniones que tienen sobre la cultura que los rodea. Opiniones prestadas, citadas, recortadas, a través de las cuales ellos mismos se expresan muy poco, lo más mínimo, de la forma más pasivo-agresiva posible.
A partir de ahí, en estas individualidades confundidas (en algún momento, incluso, Lucy ve un retrato de infancia de Jake y se reconoce), nace una burla al consumo que hacemos de comedias románticas y estructuras idealizadas. Una burla, en dos versiones, de lo que pensamos como inevitable y la forma en que la cultura ha moldeado esa inevitabilidad.

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Las dos pesadillas románticas de Pienso en el final
Pienso en el final es una comedia romántica. Una comedia romántica autocrítica y trágica que se divide en dos pesadillas.
La primera es la pesadilla de Lucy atrapada en una relación que quiere terminar y guiada por la inercia de un viaje. El hecho de conocer la granja de los padres de Jake es el más terrible augurio de que, a pesar de querer acabarlo todo, sigue aceptando continuar su relación. “Avanzar”: esa es la metáfora, ¿no? Una relación avanza, se mueve, “progresa”.
Lucy entiende muy bien esta fatalidad y la expresa en términos desgarradores: “pensamos que avanzamos en el tiempo, pero es tal vez una mentira. Tal vez nada más estamos parados, inmóviles, y es el tiempo el que avanza y nos atraviesa como un aire frío, congelándonos, dejándonos muertos.”
Los padres de Jake son la evidencia del tiempo inclemente que avanza y son el reflejo causal de lo que ella misma está viviendo atrapada en una relación que no quiere. En la casa de los padres, por eso, el tiempo se disloca y la fatalidad de todo perfora el presente: los carneros están muertos, los cerdos están muertos, los padres están muertos.

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Lucy ve, en esta pesadilla todo lo que fueron y todo lo que serán en un mismo momento comprimido. Ve la fatalidad de todo y no puede librarse de ella, como un perro mojado condenado a sacudirse eternamente mientras sueña con estar seco.
La segunda pesadilla es la pesadilla de Jake. Una pesadilla que muestra el ridículo absoluto de las comedias románticas.
En algún momento, con brillante sorna, Kaufman muestra a Jake viejo, como intendente de una escuela, viendo una película mientras come un sandwich. La cinta es una comedia romántica ridícula que, en algún momento, se entrelaza con su propia realidad. La historia de cómo se conocen Jake y Lucy aparece como el argumento de la cinta y, en algún momento, Lucy desaparece, encarnada en la actriz de la película dentro de la película.
Todo para decirnos que esta cinta romántica dirigida por Robert Zemeckis (vaya cachetada) es uno de esos productos culturales que, como explica Lucy, funciona como virus; películas que se aferran a nuestras normas y que prescriben lo que es y lo que debería ser el amor.

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Estas películas tan caricaturescas dan vida a una realidad, encarnan una forma de vida espectacular que, por nacer en la ficción no es menos tangible. Ahí está, justamente, la mención nada inocente a Guy Debord: “la realidad surge en el espectáculo, y el espectáculo es real.”
Así, en la escena coreográfica al final de la cinta, se confrontan, como puro gesto, dos visiones de esta realidad espectacular: el futuro de Jake imaginado si Lucy lo deja, como un conserje triste en la misma secundaria en la que lo bulleaban de niño; el futuro de Jake imaginado si Lucy, la mujer que idealiza en ese momento, se casa con él y lo apoya para conquistar el mundo.
Un desenlace melancólico lo lleva a morir solo, como un cerdo que se pudrió y fue carcomido por gusanos sin que nadie se diera cuenta. El otro desenlace pletórico, dictado por el espectáculo, lo lleva a ganar el premio Nobel y cantar, como revancha y discurso de agradecimiento, frente a sus padres y frente a las chicas que se burlaban de él en la secundaria, una canción de Oklahoma. Toda una conquista triunfal de sus inseguridades.
Lo que cambia aquí es, con toda locura melodramática, si Lucy acepta casarse con él o no. Pero Lucy no tiene ninguna agencia real. El conflicto no está en el “sí” de Lucy (un “sí” que ya está fatalmente dado) sino en la lucha interna de Jake entre un futuro inseguro (materializado como un conserje armado de un cuchillo) y la versión de él mismo que tiene la valentía de pedir la mano de Lucy en una coreografía maravillosa.

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En cualquier caso, en ninguno de estos dos futuros Lucy tiene agencia. Él es el que debe tener el valor de darle su número, de invitarla a salir, de llevarla a casa de sus padres y de pedirle matrimonio. En el lado masculino de la pesadilla, Lucy es solamente una figura idealizada, reemplazable por el sueño de una comedia romántica y condenada a decir una letanía infinita de “sí” para validarlo a él en su camino al éxito. Lucy está ahí para aceptar, para aceptarlo y, finalmente, para aplaudir.
Lucy, en esta pesadilla, debe cumplir una función inerte para validar a su pareja. Nunca se habla, realmente, de la profesión de Jake (eso no importa, él no necesita hacer algo para ser alguien), pero la profesión de Lucy cambia constantemente. A veces es pintora (de pinturas que no son suyas tampoco), a veces es poeta (de poemas que no son suyos), a veces es periodista, física teórica, neuróloga o mesera.

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En cualquier caso, su función es tan cambiante como su nombre que pasa de ser Lucy a Louisa o Luise o, incluso, Ams. Y la relación entre nombre y profesión muestra claramente que, para adquirir una identidad, ella tiene que ejercer un trabajo. Su identidad está en lo que hace y, más allá, en cómo eso se refleja en Jake.
La identidad de Jake depende de lo que proyecte su novia. Y por eso ella no importa si no es como función. Jake se construye a partir de ella, al mismo tiempo que la anula y la absorbe. Lucy entra en un vortex de tiempo fatal, yendo, sin poder evitarlo, hacia el fin de su vida amarrada a este tipo al que pensaba dejar.
Él necesita de la validación de Lucy para cumplir la idealización ridícula de sus sueños: su conquista es consumirla a ella como función. La alternativa es la derrota absoluta, el empleo más humillante que se pueda imaginar como el viejo fracasado que limpia la misma escuela en la que estudió. El esquema mismo de una comedia romántica caricaturizada plantea entonces el dilema de la soledad en una sociedad obsesionada con la formación de familias: vives feliz para siempre o mueres abandonado como un cerdo en un granero tragado vivo por los gusanos.
Linda alternativa.
No hay presión.

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La claustrofobia y el ideal
En la forma misma de esta película hay una incomodidad palpable que contrasta con momentos de extraña claridad estética.
Las primeras escenas, con la pareja en el coche, se construyen mediante claustrofobia: la cámara se desplaza hacia el exterior y filma a los protagonistas a través de un vidrio empañado; todo, se pauta por el ruido inconstante de los limpiadores de vidrios y el viento; la oscuridad del exterior añade a la opresión del interior del coche filmado en un apretado ratio de 4:3.
Después, en la casa de los padres de Jake, los cortes abruptos dejan pasar largos momentos de tiempo (con un corte de pronto es de noche y la cena está servida), intercalan también aspectos de un futuro posible (Jake anciano como intendente de una secundaria) con las escenas de este presente. Así, se crea un extraño efecto de confusión que, por la misma tensión visual y la ruptura temporal del montaje, empuja a la película hacia el terror psicológico.
Los lentos paneos señalan lo que acecha en la periferia; la fijación de un objeto escondido (como el misterioso sótano) presuponen un horror no dicho en el seno familiar; las imágenes lúgubres de un granero que se repite escondiendo muerte y la presencia inquietante de David Thewlis y Toni Collette agudizan la incomodidad palpable.

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Esta tensión visual dialoga entre los personajes.
Enfocándose en Jake, hay constantes planos cerrados, asfixiantes, que expresan una ansiedad por ser visto, aprobado, que se acercan minuciosamente a un detalle del rostro, para juzgar si se ha acumulado algo de baba en la comisura del labio.
En cambio, los encuadres de Lucy pasan, una y otra vez, por la idealización. Planos simétricos que la dejan sola en medio de una mesa, aislada y en perfecta armonía geométrica. Planos que la colocan exactamente frente a una lámpara dándole una aureola de santidad. Planos en los que, como un privilegio de quien también tiene voz en off, parecen romper la cuarta pared para interrogarnos como interlocutores silenciosos.

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La fotografía de Łukasz Żal (colaborador frecuente del blanco y negro de Pawlikowski) cuestiona, a cada paso, la comodidad de ver. Entre imágenes ideales y pesadillas claustrofóbicas, vemos incómodos, desplazados, inseguros. El montaje antirrítmico de Robert Frazen (que ya había trabajado con Kaufman en Synecdoche, New York) ayuda a crear una incertidumbre temporal, para evitar cualquier asidero evidente y mantenernos dudando de lo que estamos viendo. ¿Es esto sueño o realidad? ¿Pasado, presente o futuro? ¿Pesadilla o complacencia?
En Pienso en el final, presenciamos una codificación constante de la mirada. Y no hay mayor evidencia de esta codificación visual que los dos finales caricaturescos en el destino de Jake.
Entre la soledad sórdida de morir como cerdo olvidado en un granero y la idealización de una coreografía filmada siempre con un flare impetuoso detrás, hay dos miradas opuestas. Por un lado, iluminación y maquillaje de teatro, perspectivas de público para mostrar una idealización espectacular; por el otro una frialdad diegética con una cámara sobria, que sigue en una distancia ecuánime, la última marcha del protagonista condenado y el cerdo que lo lleva al matadero.

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En estos contraste, Kaufman nos señala, formalmente, el punto central de su guión y de esta reescritura tan peculiar de la novela de Reed: los productos culturales que consumimos, buenos o malos, los libros que leemos, las opiniones que compartimos, nos forman. Y, en la neurosis de pensar constantemente cómo nos ven, cómo seremos vistos y cómo fuimos vistos, construimos con ellos un escape.
Encerrados en un mismo espacio estamos condenados a hablar, a vernos, a ser vistos. Y sólo nos podemos liberar de esta opresión claustrofóbica que nos exige ser a través de la fantasía y la idealización… o la más absoluta desesperación.
En ese sentido, la comedia romántica de Zemeckis tiene el mismo papel que las discusiones más pretenciosas sobre Gena Rowlands, Guy Debord, Foster Wallace, Woodsworth, la poesía contemporánea o la pintura abstracta: todos son escapes. Hablamos en citas y opiniones repetidas para escapar a una identidad propia que juzgamos vana, vacía, pequeña, frente a la mirada ajena. Creamos un caparazón intelectual y una idealización de nuestras relaciones para no tener que decidir quiénes somos; para escapar a la mirada del otro; para convertir la mirada del otro en una función ideal y sentir que todavía alguien, más allá de nuestros padres, nos puede ver con amor y aprobación.
El mítico y despreciado fundador del stand-up político en Estados Unidos, Lenny Bruce, decía que “la verdad es lo que es, no lo que queremos que sea.” A esto, Charlie Kaufman parece estar respondiendo: tal vez la verdad es lo que queda después de intentar, trágicamente, transformarla en algo que nunca fue.

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Lo bueno
- La enorme actuación de Jesse Buckley. Ella va para cosas grandes.
- Jesse Plemons siendo Jesse Plemons y Toni Collette siendo Toni Collette.
- David Thewlis que siempre me parece atractivo y desconcertante.
- La fotografía compleja de Łukasz Żal.
- El inquietante montaje de Robert Frazen.
- La idea de pensar, en un mismo nivel, el intelectualismo pedante y las comedias románticas más trash.
- La lectura de nuestra idealización precaria del amor.
- La estructura rota, compleja, que cuestiona los caminos narrativos evidentes.
- La complejidad del final, abierto a múltiples lecturas.
- La crítica a la construcción del amor alrededor del ego masculino.
- Que Charlie Kaufman sigue pensando y cuestionando activamente el hecho de producir imágenes.
Lo malo
- Que se puede confundir esta crítica al intelectualismo ramplón con intelectualismo ramplón.
- Que se tome esta neurosis paranoica e interrogativa por caprichos posmodernos vacíos.
- Que muy pocos quisieron ver la lectura de Debor y Wallace que propone Kaufman.
- Que muy pocos quisieron el humor de una cinta que juzgaron como solemne.
Veredicto
Pienso en el final es un interesante ensayo sobre viejos traumas de aprobación, amor y muerte. Todo aquí gira en torno a una concepción fatal de las relaciones caricaturizada al extremo; una concepción heredada que muestra, por un lado, las construcciones idealizadas e impositivas del ego masculino; y por el otro, la prisión de una mujer atrapada en una relación a la que accedió por inercia impuesta. Un retrato pesadillesco de las relaciones tóxicas, de la culpa que carga romperlas, y de la repetición de los mismos patrones heredados de nuestros padres; un retrato caricaturesco del deseo idealizado del otro y de la necesidad de validación a través de una pareja que se convierte en imagen necesaria o espejo funcional.
Con estas ideas, Kaufman crea una compleja pesadilla que, a través de imágenes opresivas y clichés visuales, cuestiona cómo miramos el devenir romántico en el cine. Así, Pienso en el final es una comedia romántica contra las comedias románticas; una burla de las comedias románticas; una muestra desesperada de cómo utilizamos las comedias románticas y las justificaciones intelectuales ajenas para darnos una identidad endeble. Una película, finalmente, sobre el miedo constante de encontrarnos, desnudos, como somos, uno frente al otro.

(Netflix)
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