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Reseña: Birdman

| 14 de noviembre de 2014
No sabía qué esperar con Birdman or (The Unexpected Virtue of Ignorance). En algún momento pensé que no era normal una película de superhéroes de Iñárritu, ese director siempre tan apegado al mundo como crudeza –así lo atestiguan las heridas en el desierto, los guerrilleros teporochos, el cáncer terminal o Sean Penn escupiendo pulmones. Y luego entendí que no; que, en fin, ésta no era una película de superhéroes. Pero ahí estaba Michael Keaton y explosiones y Edward Norton: hay un hombre levitando desde la primera toma de la película. Claro. Pero esto es, más bien, Iñárritu vengándose de las fantasías creativas y la demencia desbordada de nuestro ego. Porque las cosas no son como son, sino como uno se dice que son.

Birdman es, a mi puro gusto y contra muchos intelectualismos, una gran película. Es un sentido y bello homenaje a la ficción en todo, a la ausencia de realidad dura que tanto le había gustado a Iñárritu. Como él mismo dijo, es un postre después de tantas enchiladas. Podría hablar aquí de la foto espectacular, la dirección compleja y precisa; podría tratar de las actuaciones impecables, de Norton sin límites, de Keaton sutil y perfecto en el papel, de Emma Stone atractiva como nunca y, Galifianakis, como siempre, exacto. Pero en esta historia tan peculiar, tan original y extraña, lo que más me intriga es la nostalgia de siglos pasados en una crítica a los superhéroes actuales. Esta película es síntoma contemporáneo pero con gusto por el teatro barroco. Aquí hay temas tremendamente actuales tratados con problemas que planteó Shakespeare, Calderón, o Corneille. Con todo, esto queda como una obra muy peculiar, homenaje y originalidad desbordada, rareza y banalidad. Así que esta reseña va a tomar la forma de un comentario muy libre, de una reflexión sobre lo que me queda de esta extraña experiencia fílmica. Y claro, esta es una interpretación que, de miedo a quedarse sola, pide sus comentarios y lecturas.

¿De qué hablamos cuando hablamos de Riggan Thomson?

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Birdman es la historia de una crisis nerviosa, emocional, mental; la historia de un hombre con hambre de trascendencia que quiere escapar de un añejo rol como actor de blockbusters hollywoodenses de verano. Y lo intenta con toda la intención de verse como artista; o, mejor dicho, que lo reconozcan como artista. Hasta ese momento, Riggan Thomson (Michael Keaton) no era más que el tipo que se disfrazada de pájaro y derrotaba villanos: celebridad no es sinónimo de actor. O eso le quieren decir; y eso empieza a creer. Porque, en verdad, todos juegan su papel: el productor produce, miente, pretende, manipula; las actrices lloran sus inseguridades y esa profusión sexual por sobrada emoción sin rienda; los espectadores le aplauden a un hombre que se vuela la nariz con una 45 en el escenario (tema ya tratado genialmente por South Park con la crucifixión de Britney Spears); los críticos critican. Y ahí se cruza el personaje pivote, el que sale del esquema, el que muestra la fragilidad del mundo como teatro y el teatro como mundo: Mike Shiner (Edward Norton) que sólo puede ser él mismo en el escenario; sólo ahí siente erecciones sinceras; sólo ahí sus miedos y las verdaderas borracheras transparentes. Este personaje es un hombre de teatro completo, que vive siendo él en el escenario y un fraude en la vida social que lo obliga a sobreactuarse.

Toda la voluntad de Thomson se encamina hacia el mismo objetivo del reconocimiento futuro. Para lograrlo, tiene que comenzar a actuar de cierta forma fuera del cine, fuera del teatro. Se tiene que publicitar como creador literario, tiene que adentrarse a los meollos de Broadway, a las cabezas grises juiciosas de lo artístico; tiene que alejarse de sus viejo espectadores, aquellos que van disfrazados de su personaje a las convenciones de cómics; tiene que discutir con periodistas sobre teoría literaria y con los críticos sobre estructura; finalmente, tiene que pasar de ser una celebridad palomitera a representar un intelectual completo.

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Y el vínculo entre estos dos mundos está en una servilleta, seca ya, pero que sostuvo, en algún momento, el sudor de una copa con ginebra. La copa, claro, de Raymond Carver. Tremendo escritor americano contemporáneo, figura central en el regreso, con minimalismo explosivo, del cuento corto a la literatura del gabacho. En todo caso, Thomson justifica su nueva pretensión de intelectual con una servilleta firmada por Carver en la que el autor lo felicita por una actuación de secundaria. Es por esa servilleta, según él mismo cuenta, que Thomson decide dedicarse a la actuación.

Años después, despojado de un traje de pájaro, se siente una parodia de sí mismo, una celebridad acabada, una sombra de actor. Y la revalidación pasa por regresar a los orígenes, agradecer la servilleta de coctel y adaptar para Broadway What we Talk About When we Talk About Love. Cuento corto incluido en la recopilación con el mismo título, muestra insigne del trabajo de Carver con su narración depurada, el crudo diálogo ebrio entre personajes, temas de amor, suicidio, pretensiones, y un final tan inesperado como ambiguo. Claro, aquí la cosa se pone sabrosa: ¿monta Thomson esta obra sólo para cambiar la percepción que de él se tiene? ¿Quiere ser considerado como un verdadero artista? ¿Es la literatura y el teatro lo culturamente valioso frente a Iron Man 3 o, para no ser tan manchado, Guardians of the Galaxy? ¿Para crear arte se tiene que sufrir, sangrar, morir? ¿Acaso la diversión es menos importante que la profundidad solemne?

Lilas sin perfume, cometas y medusas muertas

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Iñárritu, con todo esto, parece regresar su visión sobre el mundo que lo rodea y su propio ego como artista. Esta película –a más no poder contemporánea– es un despliegue completo de autoreflexión, autoparodia, y autocompasión sin lloriqueadas. Aquí se cuenta la historia del azote moderno del artista entre la atención de las masas, la oleada de retwitts, los gustos de Facebook y los géneros académicos, a consideración de unos pocos elegidos, la madera de la que se talla alta cultura y un lugar en los anales de la gran imaginación humana. Porque todo eso es circo y así lo critica Iñárritu: la pretensión nos vuelve locos cuando queremos ser trascendentes, el ego está creciendo, discreto o fuera de sí, en la forma en que queremos que nos recuerden. Y por eso esta película cae exacto en el momento en que vivimos la explosión sin precedentes de películas de superhéroes. Nos podemos burlar todo lo que queramos del público palomitero –en el que me incluyo– que disfruta de las grandes películas de acción y ciencia ficción; pero no hay una verdadera separación, como se quiere hacer creer, entre adorar a un autor atormentado de profunda experiencia teatral, y adorar a un superhéroe en la pantalla.

Al final todo acaba en lo mismo: el autor consagrado, lleno de mitos alrededor de su vida y de su muerte –Dylan Thomas suicidándose con cuarenta tragos de Whiskey o Genet acostándose con jóvenes criminales–, es tan ficticio como Iron Man y Thor, tan creado y digno de memoria. Estas figuras son tan queridas por la leyenda que de ellos se hace. Y Thomson entiende eso es su desquicie. Comprende que puede cambiar la forma en que será recordado. Y prefiere ser  más Michael Jackson y menos Farah Fawcett.

El personaje de Michael Keaton quiere pasar a la historia como algo más que una respuesta en cartita de trivia: quiere ser relevante en los olimpos de la cultura. Se crea así otro personaje, otro mito, otra leyenda: de Birdman pasa a ser el autor atormentado que intenta suicidarse en vivo y en directo. Sin quererlo, Thomson se da cuenta que todo está en cómo lo perciben y que las cosas, de nuevo, no son como son, sino como se dice que son. Atrapado en una representación o en otra, consigue al mismo tiempo su objetivo de trascendencia y ve la decepción al encontrarlo: nada cambia, todo es igual para un mundo que es otro escenario.

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Y claro, va esto enmarcado por una película que quiere mostrarse como fabricación. Todo se extiende en una larga toma continua –truqueada y maravillosamente lograda por el tremendo “Chivo” Lubeski– que balconea inmediatamente el carácter construido de la obra. Nada de realismos, de borrar al cineasta atrás de las imágenes: antes de que empiece la película y cuando ocurre el corte final, se oye la voz de Iñárritu dando direcciones en español; de fondo, en el Times Square de Manhattan se oye la típica grabación chilanga de los tamales oaxaqueños; la genial pista sonora de batería se encuentra de pronto con un baterista en pantalla, en la calle; las referencias barrocas de escenarios dentro del escenario se multiplican. Porque ahí está todo el asunto: la vida es sueño, el mundo es escenario, todo es representación. La película queda libre de mostrarse como fabricación porque todo es fabricación y en eso, nada tiene verdadero, único, sentido. Y ahí está insertado, en boca de un vagabundo neoyorquino que confunde la calle y el tablón, el famoso pasaje de Macbeth:

“Life’s but a walking shadow, a poor player// That struts and frets his hour upon the stage// And then is heard no more: it is a tale// Told by an idiot, full of sound and fury,// Signifying nothing.”

Todo en la película acaba respondiéndose: Keaton y las referencias a Batman, la construcción balconeada, truqueada, señalada en la falsedad de una toma única, la voz de Iñárritu, las referencias literarias y, finalmente, dentro de la trama, el cuento de Carver. En What we Talk About When we Talk About Love, el personaje de Mel, –un doctor algo antipático y ya francamente ebrio– le dice a su esposa y a sus amigos que él, en realidad, hubiera querido ser caballero andante: armadura, combates y una gloriosa muerte en nombre del amor. Mel sueña con ser un superhéroe medieval, mientras que Thomson, que lo interpreta en la obra dentro de la obra, sueña con dejar de ser un superhéroe. Y los dos terminan cayendo en su propia fantasía: ser doctor es ya tener un personaje, es ya creerse paladín; ser autor de alta cultura es tanto un mito como ser un hombre en disfraz de pájaro acabando con villanos. Todo esto dicho sin moralina y con el más típicamente mexicano humor negro: mientras nos tiran rosas nos cansamos de pedir otra flor; y cuando, al fin, nos dan lilas, ya no podemos olerlas. Thomson se descubre de pronto como la ficción que es, así se asume y logra salir volando por la ventana: se da cuenta de que él mismo es un personaje, que todo lo que buscó era una farsa –sin desesperación- y que nos quemamos en el camino de nuestras representaciones como cometas yendo al suelo.

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Tengo que admitirlo: para sentarme a escribir estas líneas me serví un trago. Tal vez ginebra hubiera sido la elección perfecta para decir salud con los personajes de Raymond Carver (o con Carver mismo). En esto nada cambia, nadie notaría la diferencia de mi escritura entre dos ginebras, como nadie le puede reprochar a Carver “dejar un pedazo de hígado en cada página que escribía”. Todo para decir que el autor se borra atrás de lo que transmite y que, de las briagas de Carver, nos quedan sólo letras, como vapores lejanos de algún pomo.

La idea es la misma; la escritura, o cualquier creación, es una ausencia y una presencia: se dibuja una imagen del autor –de Carver en su briaga e Iñárritu tras su cámara–, una imagen que está ahí en vez de la persona, que es pura ficción, aire y mito. El mundo grita el sacrificio de todos dentro de sus roles y cada quién maneja esta presión como puede. Yo tomo el último trago de mi vaso y pongo punto final; Thomson prefiere volar por una ventana. Una elección, supongo, no vale más que la otra. De todas formas, al final –y esa es la belleza de la última escena– uno sólo deja una historia, un personaje, una página, esa sonrisa en la ventana… o una playa llena de medusas muertas.

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Lo bueno

  • La idea de toda de la película es inteligente, original y sincera. Una verdaderamente grata sorpresa.
  • La profundidad de los personajes en un espacio tan reducido como los corredores de unas bambalinas es increíblemente retratada.
  • Y claro, los que retratan, con actuaciones, son simplemente perfectos.
  • La fotografía del Chivo que, otra vez, se voló la barda.
  • El homenaje sentido, sin moralina y con buena dosis de autocrítica, a la ficción que vivimos todos los días con sólo caminar en nuestros zapatos.
  • El humor de todo: ácido, inteligente, sarcástico a más no poder, y más negro que la sala silenciosa de un teatro.

Lo malo

  • En ocasiones puede parecer una crítica simple del consumo masivo de productos culturales hollywoodenses.
  • La mofa puede confudirse con pretensión. Y de nuevo, esto no es, en lo absoluto, culpa de la película.

Veredicto

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Ésta es, sin ninguna duda, la única película de Iñárritu que me gustó de cabo a rabo. Aquí el azote es divertido y la profundidad se da como juego: el mundo crudo y opresivo de sus cintas anteriores cede lugar a la ficción y sus glorias. Es una realización impecable que se asocia de todas las maneras posibles con la idea que transmite; es una película tremendamente autoconsciente y que, al mismo tiempo, se burla de sus pretensiones. No queda mucho que decir, así fue mi interpretación y mi gusto: vivimos en un mundo de superhéroes en donde todo se deifica, en donde a todo se le construye altar. Pues bueno, ahora entre mis propios altares, queda un buen nicho cariñoso para esta virtuosa ignorancia.

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Título: Birdman or (The Unexpected Virtue of Ignorance)

Duración: 119 min.

Fecha de estreno: 13 de noviembre de 2014

Director: Alejandro González Iñárritu

Elenco: Michael Keaton, Edward Norton, Naomi Watts, Zach Galifianakis, Emma Stone, Amy Ryan

País: Estados Unidos

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