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Rogue One: A Star Wars Story – Cuando la guerra llegó a la galaxia

| 21 de diciembre de 2016
El esperado spin-off de Gareth Edwards nos regresa a un mundo desconocido con algunas torpezas… y una inesperada fuerza.

Por segundo año consecutivo estoy reseñando una película nueva del universo de Star Wars. Eso me hace sentir absolutamente privilegiado, algo sorprendido por la época nostálgica que me tocó vivir y, finalmente, aterrorizado por la responsabilidad. Y no hablo de responsabilidad porque mucha gente vaya a leer esta reseña, ni porque crea que mi opinión importa, sino porque no me gusta hablar a la ligera de cosas que me son tan íntimas. Para mí, Star Wars no está en ocho películas, o una saga, o personajes; no es un mundo de novelas, cómics y series; Star Wars para mí es la infancia y sus deseos inocentes, es pintar escobas de rojo para creerme Sith en el patio, es que mi padre me llevara al cine de la mano.

Por eso, reseñar una película de Star Wars me parece un acto extraño, incorpóreo y ajeno; significa poner lejos de mí, en palabras más o menos comprensibles, un cúmulo de viejas emociones íntimas y complejas. Claro, no fue exactamente lo mismo ir a ver Rogue One que ir a ver The Force Awakens. En esta ocasión no sentí las mismas palpitaciones al inicio de la cinta, no estuve nervioso durante semanas, no me maravillé en el momento de sentir el peso de la historia, la cultura popular encima de los hombros de todos los fanáticos. De alguna manera, mimados que somos, cada vez nos sorprendemos menos fácil. Igual, no hay nada que se compare a descubrir los pequeños detalles familiares de un universo tan inmediatamente nostálgico, que extrañamos tanto, siempre, impacientes por ver más de sus ramificaciones.

La cinta de Edwards es, en este sentido, algo excepcional: es una película de Star Wars sin Jedi, una cinta que no toca, más que de costado, la mitología Skywalker, una trama histórica de canon que vuelve necesario un futuro y comprensible el pasado. Este experimento único resulta, entonces, en una película impresionante en muchos sentidos y frustrante en muchos otros. Aquí, necesariamente, voy a dar spoilers en la discusión de sus entrañables meollos. Pero no se preocupen, estimados y pacientes lectores, los más grandes spoilers nos los dieron en 1977: todos sabemos, y ese es el máximo placer de estas nostalgias, en dónde terminará comenzando esta historia. Aquí, lo que nos importa no es el final, sino los placeres del trayecto.

Tropezarse con la misma estrella

Hay que plantear una diferencia fundamental: J. J. Abrams es un gran narrador, un enorme creador de personajes, un productor impecable; Gareth Edwards es un director muy joven, ambicioso, con un enorme logro en creaciones discretas de bajo perfil (Monsters) y con errores considerables en su primer largometraje taquillero (Godzilla). Estos dos creadores corresponden a un riesgo que se asume de manera muy distinta en la producción de Disney: mientras que Abrams es una apuesta segura para un reboot que necesitaba convertirse en franquicia, un ñoño comprobado que dio nueva vida a Star Trek en pantalla grande y sabe crear sólidos lazos afectivos; Edwards representa un renuevo generacional en la ciencia ficción de Hollywood (y es el mismo caso para Rian Johnson, quien dirigirá el octavo episodio de la saga galáctica). Y digo todo esto para mostrar que las expectativas para ambos directores eran considerablemente distintas.

Abrams no tenía el mismo margen de maniobra que Edwards; y Edwards no tenía el tiempo, los personajes, ni la amplia capacidad de creación que tuvo Abrams. En Rogue One el final tiene que encajar con el principio del Episodio IV: no se puede hacer gran cosa, la continuidad histórica es constrictiva. Y es, tal vez, por esta razón que Edwards fue una apuesta riesgosa por parte de Disney. Los problemas a los que se enfrentó este director fueron muy distintos en Godzilla (una película que suponía, también, una enorme responsabilidad) que en Monsters, su debut de bajísimo presupuesto. Así, lo que vimos en Godzilla fue a un director que sabía muy bien complacer a los fans, que hizo una película muy respetuosa de la tradición, pero que luchó, sin éxito para crear algo de empatía emocional en personajes mal trazados y torpes.

A diferencia de Abrams –que es un discípulo, en línea directa, del maestro Spielberg– a Edwards le cuesta trabajo relacionar lo íntimo con lo grandilocuente, el servicio a los fanáticos de una saga y los caracteres únicos de sus personajes. Es por eso que los más grandes errores de Rogue One están en el tratamiento de un guión que se siente, por momentos, como una excusa torpe para crear rápida empatía con personajes huecos e instalar una historia que se apresura en bajar una pendiente empinada, siempre al borde del tropiezo catastrófico. Es por eso que la primera parte de la película, con sus saltos en el tiempo y con sus cambios bruscos de escenario, se presenta como algo forzado y difícil de digerir. Es por eso que, finalmente, no podemos hablar de la misma empatía con los personajes de Rogue One que con los nuevos personajes del Episodio VII… ni siquiera cuando se trata de carismáticos robots creados según la sinceridad sabionda de Sheldon Cooper.

Saw Guerrera es sólo un ejemplo de varios momentos de la trama que se quedan en la nada, una de tantas oportunidades desperdiciadas algo dolorosas.

En Rogue One hay, entonces, muchas torpezas narrativas, muchos problemas de guión con respuestas evidentes, intercambios de involuntaria jocosidad y momentos melodramáticos que sobran (¿por qué te tenías que morir así mi querido Mads Mikkelsen?). Y, también, encontramos, en esta cinta, muchas grandes oportunidades desperdiciadas.

En toda la oscuridad buscada de esta Rogue One, por ejemplo, en todo ese nuevo esquema político que muestra, por primera vez, los momentos de duda de una Alianza Rebelde sin unidad, encontramos al personaje de Saw Gerrera (Forest Whitaker). Este rebelde extremista ya había aparecido en el material canónico de Star Wars dentro de la serie animada de The Clone Wars como un soldado aguerrido y firme que lucha junto a Anakin Skywalker. Aquí, Saw es ya un veterano marchito al que los años y la lucha han empujado lejos del orden de la Alianza hacia territorios más guerrilleros y paranoicos. Pero este personaje tan intrigante, con tanta historia y tantas posibilidades, se queda, de pronto, en puro aire. Nunca entendemos muy bien cuál es su extremismo, por qué se separa de él la Alianza o por qué, si tiene un pulpo horrible que lee los pensamientos ajenos, duda de las intenciones de sus capturados. Aquí se desperdició una oportunidad para darle más contexto a la crianza de Jyn Erso (Felicity Jones), para mostrar a un renegado rebelde que tortura gente (creo que le pudo ir mucho peor al piloto que, al fin y al cabo, ni loco queda), para volver aún más oscura, con temas de guerra, vida y muerte, esta película tan violenta para un universo familiar.

Éste es sólo un ejemplo de varios momentos de la trama que se quedan en la nada, una de tantas oportunidades desperdiciadas algo dolorosas. Y sí, esta falta de consecuencia en los personajes puede resultar molesta, todo el principio de esta película puede confundir e inquietar, pero, finalmente, hay algo que trasciende las torpezas, algo que rescata Edwards igual que lo hizo con Godzilla, algo que sólo puede suceder con la magia única de Star Wars. Esta película, con todas sus imperfecciones, de pronto, llega a un punto maravilloso en donde se vuelve evidente que todo esto es una cinta de guerra, una cinta de desenlace necesariamente fatal en el que vemos a personajes secundarios dando la vida para formar una historia que los trasciende. Ésta es la película del héroe anónimo, de los soldados sin nombre que mueren en todas las guerras, de las manchas de sangre que son difíciles de limpiar en la consciencia de una revolución. Las confusiones morales de Rogue One nos enseñan una cara desconocida, hasta ahora, de la saga galáctica; otra cara posible, una cara oscura, accidentada y violenta; una cara que, sin duda, es intrigante.

Las estrellas y la guerra

Rogue One empieza en un lugar desconocido. Hemos visto varias veces, en esta saga, la historia descorazonadora de un nuevo huérfano que se ve empujado a la aventura por la crueldad del imperio. Ahí estuvo Luke Skywalker parado junto a los cadáveres incinerados de sus tíos; Rey frente al abandono de unos padres misteriosos que nunca regresaron por ella; y ahora Jyn observando el asesinato, a sangre fría, de su madre por parte de un oficial del imperio. Galen Erso (Mads Mikkelsen), el padre de Jyn, es un elemento esencial para la construcción de una superarma con la que el Imperio busca terminar la rebelión de la Alianza. Así, años después, los rebeldes tendrán que rastrear a la elusiva Jyn Erso para que los lleve a su padre secuestrado y puedan recuperar los planes para destruir la temible arma del emperador. Todo esto lo conocíamos, todas estas situaciones son familiares, toda la idea está en las pequeñas letras amarillas del Episodio IV. Lo que nunca habíamos visto era la relación íntima de mandos jerárquicos dentro de la estructura del imperio galáctico, nunca habíamos observado la vida familiar de un oficial científico, nunca nos había tocado un general bebiendo en un vaso Old Fashioned durante una visita social, nunca habíamos sido testigos del lado más humano de los hombres atrapados en este régimen opresivo.

En Rogue One hay, entonces, algo cautivador e impresionante. Éste es un universo expandido hacia las entrañas: aquí desfilan ingenieros, prisioneros, cárceles, campos de trabajo, minas, ciudades sitiadas, científicos, pilotos renegados, asesinos en la rebelión y amorosos padres de familia dentro del Imperio. Vemos pequeñas ambiciones, diferencias políticas y extremismos en la alianza; vemos rencillas jerárquicas entre soldados; vemos hombres que mueren; vemos sangre, sudor y lodo. En este contexto, la increíble humanidad del villano de la película, Orson Krennic (Ben Mendelsohn), es un síntoma de la crudeza baja de la cinta. Este hombre es pequeño, insignificante, de ambiciones burdas y serios problemas de autoridad: no es el gran villano mítico de la saga, no es ningún emperador, no es un Sith, no está exento del error burdo, de la mala planeación de maquiavelismo fallido. Todo eso hace que esta película tenga un marco intrigante y hermoso en el cual maniobrar: ésta es la antesala al universo épico, trascendente y luminoso de los Jedi; aquí hay más origen de mercenarios como Han Solo que nacimiento de mitos como Luke Skywalker. Ésta es una película de hombres que se olvidan y no de dioses inmemoriales.

Al centrarse en la vida frágil de los mortales detrás de toda trama épica, esta cinta logra consolidarse como una gran película de guerra. Es más, ésta es la mejor película de guerra dentro del universo de Star Wars. Claro, esto no es difícil: la trilogía original consta más de estrategias guerrilleras que de enormes confrontaciones y todo el meollo de la guerra de los clones es muchísimo más amplio e intrigante en las series animadas que en la horriblemente desangelada melcocha del Episodio II. Claro, ésta es también una cinta de guerrilla, de guerra desproporcionada, de resistencia desesperada contra un Imperio opresor de brutal fuerza. Pero el nivel de implicación de los hombres en esta guerra logra llevar la escala mínima de la resistencia a un plano galáctico, vasto y complejo. Las fuerzas de la resistencia actúan de forma desarticulada, cada una por su lado; el Imperio sigue sitiando planetas que no caen bajo su control; se gestan grandes batallas espaciales heroicas en una galaxia todavía sumida en la guerra civil.

Al centrarse en la vida frágil de los mortales detrás de toda trama épica, esta cinta logra consolidarse como una gran película de guerra. Es más, ésta es la mejor película de guerra dentro del universo de Star Wars.

El fin de esta guerra está, justamente, en la construcción de la Estrella de la Muerte como un arma de disuasión masiva; el arma que instaura, con la promesa extrema de violencia, la paz galáctica. Estos son los últimos resquicios de una confrontación global, son las últimas pataletas de una resistencia vencida que se confronta con la potencia devastadora de una estación espacial de proporciones perversas. En este marco desesperado, Edwards sí logra dar un peso a la guerra y sus consecuencias: en esta cinta los hombres mueren, se traicionan y asesinan cobardemente; los hombres sufren, los robots sufren, la guerra es fea, la pelea es torpe. Y, sin ninguna inocencia, observamos aquí imágenes absolutamente cercanas a la idea cinemática que tenemos, por ejemplo, del dramático desembarco en Normandía: en la pelea final, entre artillería pesada y lásers que vuelan sobre la playa, una nave de desembarco terrestre deposita a soldados que bajan torpemente entre las aguas turbulentas, corriendo entre la masacre, como en esa mañana fría en Francia, en nuestra galaxia.

La lógica de la guerra se encuentra también en el meollo oscuro de la cinta. El personaje de Cassian Andor (Diego Luna), ese devoto soldado de la resistencia, es la típica máquina de matar deshumanizada que crean las guerras: un soldado perfecto, carente de dudas, que sabe cuándo debe matar por la espalda y ser cobardemente sanguinario por el bien mayor de una causa. La inercia de su lucha y de su muerte está en la culpa, en la sangre que mancha sus manos, en el aura negra de la fuerza que lo rodea. Su muerte no es, entonces, una redención, sino la continuación de una vida perdida en el negocio interminable de la guerra. Y la muerte de los demás personajes sigue la misma lógica: como en muchas películas de guerra, cada soldado se pinta con matices de compañerismo y carisma mínimo para llegar al impacto final de su supervivencia o de su entrega final a la causa, a la estupidez, o a la locura del caos bélico.

Aquí los personajes principales de la rebelión se entregan a la muerte con los brazos abiertos y con motivos distintos. Todos tienen una razón que va más allá de la causa idealista, todos viven personalmente la aniquilación. La protagonista principal quiere realizar el deseo de su padre y terminar con lo que porta su nombre, la obra de su destino, la Estrella de la Muerte. Y la estación DS-1 se llama, justamente, “Stardust” (Polvo de estrella), en un código que se refiere al cariñoso sobrenombre con el que Galen llama a Jyn. Pero esto es mucho más que un dato íntimo: en ese nombre está la destrucción que supone el arma que regresa todo a su condición de polvo estelar; y en ese nombre está el origen y el destino de todos, lo que nos quita el peso de la muerte volviéndonos irrelevantes: todos somos polvo de estrellas y polvo de estrellas acabaremos siendo. El sacrificio de Jyn está en la esperada aniquilación de su familia y de ella misma para expiar las culpas del padre amoroso, para regresarlos a ellos y a su perversa creación al estado último de polvo de estrellas.

A través del genial personaje de Imwe vemos la presencia ciega de la Fuerza manifestándose en una cinta sin Jedi.

Por su parte, los maravillosos personajes-dupla que protegían el templo de cristales de la ciudad mítica de Jedha, Chirrut Imwe y Baze Malbus, reproducen, hasta la muerte, la dinámica entre creyentes y pragmáticos que primero protagonizaron, con antagonismo simpático, Luke Skywalker y Han Solo. La muerte de Chirrut Imwe (Donnie Yen) es un salto de fe, una entrega a su deber, un fin para lo que siempre fue una atracción hacia la Fuerza que emanaba del collar de Jyn. No hay más razón en su reclutamiento que su continua compañía, su entrega al camino de Jyn desde que siente que la Fuerza lo guía hacia ella. Su compañero Baze Malbus (Jiang Wen), el pragmático increyente que lo protege, termina entregándose también al deseo de la Fuerza. Y cumplen su cometido sin chistar, mueren como parte de algo mayor casi sin saberlo, soldados anónimos y excepcionales personajes de guerra.

Es también, coincidentemente, a través del genial personaje de Imwe que vemos la presencia ciega de la Fuerza manifestándose en una cinta sin Jedi. Como heredero de una larga línea de guardianes, el carismático ciego es la encarnación de la presencia de la Fuerza sin la estructura de la formación Jedi (que es, finalmente, una religión con jerarquías e iniciaciones). Y justamente, Imwe desciende de guardianes de un templo rico en cristales Kyber. Estos cristales, nacidos fuera del canon y ahora introducidos oficialmente al universo fílmico, eran un medio de iniciación Jedi. Se trata de poderosos minerales que deben ser pulidos y formados para que el Padawan cree, con ellos, su propia espada láser. Viejos elementos que canalizan energía, con gran presencia de la Fuerza en su constitución, y que son, también, el elemento principal de ancestrales armas masivas de los míticos Siths. Y, claro, como vemos en esta cinta, estos cristales son el corazón mismo del terrible cañón de la Estrella de la Muerte. Se cierra el bucle y la balanza es perfecta: las armas de los Jedi, armas de paz y de equilibrio son también las armas del Imperio para su deseo de dominación a través del terror; son las armas legendarias de los Sith. Así, como en todo buen reino de fantasía, el poder de hacer el bien o el mal, de defender o amenazar la vida está en el corazón de todo objeto mágico.

Imwe se relaciona así a la vieja historia de los Jedi (representada por esa ancestral figura derribada en el desierto de Jedah) y de los Sith (que perviven en esta cinta y en los episodios IV y VII a través de la construcción cíclica de armas masivas). Pero Imwe vive en un mal momento y en un mal lugar: no hay más Jedis, no hay más República, no hay más creyentes en la Fuerza. Es por eso que sus mantras no funcionan, es por eso que no puede emplear los más visibles trucos de la Fuerza, es por eso que no puede esquivar, finalmente, las balas que lo derrumban tras cumplir la misión que le encomiendan los sabios midiclorianos. Imwe es para la Fuerza, lo que Leia es para la Alianza: la representación de una esperanza en los tiempos más sombríos de esta apasionante galaxia. Pero mientras uno debe entregarse al destino del soldado de pie, la otra debe pervivir en la trascendencia de los que habitan las esferas más altas de los más altos mitos.

El fin del principio

Como dijimos al principio de esta reseña, lo que más le cuesta a Gareth Edwards es crear una estructura empática para caracteres que tienen que funcionar en un ambiente cerrado. Porque esta película le niega cualquier trascendencia a sus personajes, sabe que todos van a morir para darle vida a otras, más conocidas, historias. El problema que esto plantea es un problema de balance. La cinta tiene que crear en muy poco tiempo una cierta empatía por personajes para que sus muertes no sean vanas simulaciones. Pero, con eso, debe balancear también acción con historia, trama con desarrollo de caracteres y, finalmente, introducir a viejos conocidos que sirvan al despiadado fandom de la saga.

Así, para la complejidad inherente de una tarea tan titánica, esta película sale particularmente bien librada. Porque todo se crea en un ritmo ascendente, cada vez más rápido, que pasa de las torpezas contemplativas iniciales a una batalla encarnizada en un solo lugar, con un solo propósito, sin vuelta atrás, sin escape, sin esperanza. Y, mientras que la primera parte de la cinta tiene grandes fallas narrativas, para cuando se instala la última batalla en Scarif, el planeta paradisíaco en el que se guardan los archivos del Imperio, observamos, tal vez, los mejores cuarenta minutos de Star Wars desde la muerte de Jabba y el escape de Luke en el Episodio VI. El final de esta cinta es una cosa maravillosa, que corta la respiración, que no puede dejar indiferente al más helado e incrédulo espectador.

Desde el momento en que el piloto Bodhi Rook (Riz Ahmed) nombra “Rogue One” a la misión (dando así inicio a una denominación mítica), la película entra en una espiral trepidante de acción que termina con un final luminoso. Estas últimas escenas de guerra se toman toda la paciencia, toda la inspiración, toda la excelencia en montaje de la que careció la primera mitad de la película. Aquí tenemos lo que siempre quisimos ver: la guerra en la galaxia. Y ésta es una guerra de a pie, la guerra de los guerrilleros en la jungla, de los diez hombres que se hacen sentir como cien, del Vietcong en túneles y del Che Guevara en Angola, es la guerra de los que tienen todas las de perder. Pero también es la guerra de las superpotencias en el aire, de los portaaviones y los grandes navíos, de las naves y los pilotos, de las enormes máquinas de guerra.

Estas últimas escenas de guerra se toman toda la paciencia, toda la inspiración, toda la excelencia en montaje de la que careció la primera mitad de la película. Aquí tenemos lo que siempre quisimos ver: la guerra en la galaxia.

Tenemos aquí todo lo que siempre quisimos: blasters por todas partes, enormes AT-ATs de transporte y combate, bazukas, artes marciales, metralletas, X-Wings, BTL Y-Wing fighters, Destructores Estelares, la Estrella de la Muerte destruyendo ciudades, cambios de perspectiva, escudos de protección, violencia grandilocuente y pequeñas muertes icónicas. Todo encaja con una gran edición que intercala la misión fatal de Jyn con la enorme perspectiva del sacrificio anónimo de tantos soldados. Y cuando, finalmente, parece que la acción va a disminuir, que la fuga es inminente, que la batalla termina con el hiperespacio, aparece, de la nada, Darth Vader. Y esta aparición es tan, tan, tan gloriosamente buena que les hubiera perdonado a los productores poner a un Jar Jar Binks anciano en la historia.

Cuando aparece Darth Vader ya tuvimos varios momentos icónicos del personaje. En particular, ese hermoso momento en el que aparece, por primera vez, en el castillo de Mustafar (aquél icónico planeta en el que Obi-Wan Kenobi abandona a Anakin en el fuego) de una tina de recuperación muy parecida a la que salvará, en más de una ocasión, la vida de Luke. Pero nada se compara con esa última aparición directamente inspirada de una cinta de terror al más puro estilo icónico de Jaws. Aquí tenemos a los rebeldes atorados en un pasillo con un depredador gigante, irrascible, descontrolado y sanguinario. Este Vader no pelea como Anakin, no está tratando de demostrar su habilidad, no está siendo despiadado para transformarse en un guerrero oscuro. Aquí Vader es un sicario desalmado, frío, tosco –con los mismos movimientos lentos del Episodio IV– brutal: es un verdadero pragmático de la muerte.

Ese es el viejo Vader que queríamos ver y no las choradas de los primeros episodios con el terrible Hayden Christensen. Y todo esto lleva a un final genial, que te hace olvidar las muertes que acabas de ver y redimensiona la verdadera importancia de la película. Así, la trama misma te hace olvidar a los soldados anónimos por una fugaz aparición de Leia joven, después de Vader, por encadenar esta cinta con la trama galáctica más enorme, con la épica de todos conocida. Entonces, al ver a Leia antes del corte a negros, al hablar de esperanza, al olvidar a los muertos de la película en la emoción del momento, comprendemos la inteligencia del planteamiento: los soldados anónimos son un apéndice perdido pero sin ellos, sin la sangre derramada, Luke hubiera acabado sus días en las granjas de humedad, soñando con volar entre planetas.

Ese es el viejo Vader que queríamos ver y no las choradas de los primeros episodios con el terrible Hayden Christensen.

Rogue One plantea entonces el reverso a la épica familiar de los Skywalker. Se incrusta en toda la saga como un apéndice hermoso, seguro, por momentos torpe, pero finalmente satisfactorio. Y sí, como bien dijo un buen compañero, el Episodio IV de repente se transformó en una generosa película de cuatro horas. Una película que se une, en el medio, por la muerte de los héroes anónimos para la trascendencia de los mitos, de la desaparición gustosa de los hombres como sacrificio hacia los dioses. Los Skywalker viven en esta película como una brillante ausencia. Y el universo de Star Wars mantiene la hermosura inocente de su fantasía dándonos, sin embargo, la medida de su dolor: aquí y en esa lejana galaxia, la condición del humano sigue siendo una violenta negociación entre la guerra y los viejos mitos de trascendencia.

Lo bueno
  • Las actuaciones sobrias del elenco
  • Los efectos especiales grandilocuentes
  • La hermosa recreación de la tecnología y la estética del Episodio IV
  • Los guiños a los fanáticos de la serie original
  • La gran manera de soldar esta película al viejo canon en pantalla
  • Los últimos cuarenta minutos que son imperdibles
  • La escena final de Darth Vader que es lo mejor de este universo en mucho tiempo
  • La forma en que se justifican los más crasos errores del Episodio IV: la Estrella de la Muerte siempre fue una trampa
Lo malo
  • El abuso del CGI para los cameos
  • La necedad de poner tanto tiempo a Tarkin con su CGI horrible
  • La ausencia de criaturas nuevas e intrigantes
  • El mal uso del CGI para las criaturas
  • La torpeza inicial de la película
  • La forma en que se desperdicia la historia de Saw Gerrera
  • La forma en que se desperdicia el talento de Mikkelsen
  • Que puede no satisfacer a aquellos que no conocen bien la saga
  • Que falta un año para la siguiente película de Star Wars
Veredicto

Hay un momento de la película, en un puesto comercial interplanetario, en el que los dos personajes rebeldes principales se topan con el malandro de la cantina de Tatooine que confrontará, algún tiempo después, a Luke y Obi-Wan. Ese pequeño detalle que sólo algunos fanáticos juiciosos reconocerán muestra el compromiso de Gareth Edwards por ligar esta historia al Episodio IV y complacer plenamente a los fanáticos de la saga original. Como el Episodio VII, en una medida diferente, ésta es una película homenaje a la primera cinta de Lucas: todo aquí apunta a justificar las cosas más incoherentes del Episodio IV y a crear un gran prólogo íntimo y trágico al inicio de la saga galáctica. Así, a pesar de la torpeza de la narración y de algunos errores crasos, la cinta logra su cometido con creces. Y, de paso, la creación de Edwards se convierte en la mejor película de guerra galáctica en toda la gran saga. Si esto no la hace la mejor película de Star Wars, sí nos muestra cómo debió fabricarse el respeto a la idea original en los siguientes tres episodios de Lucas y cómo es posible expandir un universo respetando su historia. Por los hombres, la guerra, la muerte y los mitos, Rogue One nos dio material para seguir soñando, cercanamente, con las lejanas estrellas.

Título: Rogue One: A Star Wars Story.

Duración: 133 min.

Director: Gareth Edwards.

Elenco: Felicity Jones, Diego Luna, Donnie Yen, Ben Mendelsohn, Mads Mikkelsen, Alan Tudyk, Jiang Wen, Forest Whitaker, Riz Ahmed.

País: Estados Unidos.

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