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Reseña: Christopher Robin – El paraíso fácil de la nostalgia millennial

| 3 de agosto de 2018
El live action de Winnie The pooh, es una película de excelente manufactura que es terriblemente segura y efectista.

En alguna ocasión, mi madre me perdió de vista en una tienda departamental porque me quedé pasmado, frente a un televisor, viendo la serie animada de Winnie The Pooh. Tenía, tal vez, cinco años, y me parecían fascinantes las aventuras de estos animales que hablaban, cada uno con su torpeza, alrededor de un afortunado niño, Christopher Robin. Ese niño, pensaba yo, nunca iba a estar solo… aunque siempre lo estuviera.

Mi fascinación con Winnie The Pooh como chamaco se transformó, supongo, en el enorme cariño que le tengo a Calvin y Hobbes, a la atracción particular que siempre me generaron las creaciones de Maurice Sendak, de Palomo y a un gusto cercano por la fantasía y los escapes imaginativos. Por decirlo de otra forma, Winnie The Pooh me formó.

Por todo eso, no puedo dar una reseña completamente imparcial de la experiencia de ver Christopher Robin. Lo que sí les puedo ofrecer es una reseña en dos partes. La primera, que llamaremos Versión Vodka, será una lectura más fría y directa, de lo que la cinta logra y desperdicia, de los aciertos y los tropiezos de la producción; una versión, si se quiere, desinteresada. La segunda, que llamaremos Versión Ron, será una reseña, mucho más cálida y personal, sobre cómo me impactó el recuerdo esta película siendo un señor nostálgico.

Christopher Robin no es una gran película en el universo Live Action de Disney. No es tan grandilocuente como Hook (1991) y no es tan genial como The Jungle Book (2016), pero tampoco es un bodrio como Alice in Wonderland (2010). Sobre esta cinta, que pasará a la posteridad sin pena ni gloria, creo que tengo que contarles en qué sentido afecta a los tristes que, como yo, siguen pensando en una barriga que retumba.

(Imagen: Disney)

El regreso del oso viejo

Winnie The Pooh nació de la mente atormentada de Arthur Alexander Milne, escritor inglés, pacifista en ocasiones, soldado de dos guerras mundiales y tremendo dramaturgo que sólo será recordado en la posteridad por sus cuentos infantiles. Milne publicó, entre 1926 y 1928, dos compendios de historias cortas que dieron vida a los hermosos personajes del Bosque de los Mil Acres: Piglet, Eeyore, Tigger, Rabbit, Owl, Kanga y Baby Roo.

Los personajes que adquirieron personalidad en las locuras imaginativas de Milne se inspiraron de peluches reales, los juguetes de su hijo, Christopher Robin (todos salvo Owl y Rabbit, que son animales reales… bueno, reales, ustedes entienden). Es por eso que el niño, al centro de los relatos, es Christopher Robin: fueron libros escritos para él, en el que él era el protagonista de coloridas aventuras.

Milne no quiso escribir más relatos sobre el adorable oso goloso porque no quería que su hijo tuviera que ocultar su nombre. El temor no era infundado: Winnie The Pooh se convirtió casi instantáneamente en un inmenso éxito literario. Cuando Disney compró los derechos en los años ochenta, Milne ya había fallecido y sus herederos se habían distanciado. Aún así, el emporio de Mickey fue respetuoso con el material de base hasta donde lo pudo estirar. Después, lo fue reinventando para sacar series, juegos de video, mercancías, películas y un largo etcétera.

El año pasado, variando el tono, se estrenó una cinta protagonizada por Domhnall Gleeson y Margot Robbie en la que se contaba, con evidente nostalgia, la historia detrás de los fantasmas de Milne y las dificultades familiares que rodearon la escritura de los libros de Pooh. Es una historia interesante, aunque la cinta no lo sea. De cualquier manera, Goodbye Christopher Robin no quiso dejar de lado el realismo cruento de la entreguerra, no fue producida por Disney y carece casi completamente del encanto mágico de los libros.

(Imagen: Disney)

Christopher Robin, en cambio, quiere rescatar las viejas historias de Pooh para darlas a conocer a las nuevas generaciones. Se trata, si se quiere, de una continuación de los dos libros de Milne en un futuro hipotético: ¿Qué pasaría si Christopher Robin, al irse de internado, olvida a sus viejos amigos y crece para convertirse en un adulto gris?

La cinta empieza entonces con un montaje nostálgico que pasa por las aventuras de Christopher Robin junto a sus amigos para acabar en la fiesta de despedida que cierra el segundo libro de Milnes. Vemos las dinámicas del grupo, los juegos comunes y las siestas en el pasto, vemos competencias de palos en el río, vemos el puente y la casa de Igor (digámosle por su nombre en español), vemos amistades curtidas por interminables expediciones.

Finalmente, observamos a Pooh y Christopher sentados en un leño, despidiéndose en una última puesta de sol. Desde ahí, sabemos que nada será igual.

(Imagen: Disney)

Pasan los años y Christopher no regresa nunca a los bosques encantados de Sussex en donde todavía habitan sus amigos. Él es ahora un adulto responsable. Con responsable quiero decir que, literalmente, es responsable de una decena de empleados en su trabajo y que está completamente consumido por un sentido del deber. Ya no es el mismo Christopher Robin, es un Christopher Robin atravesado por la guerra, la paternidad, el dinero, las peleas laborales señoriles y las cuitas milenarias de los adultos.

Christopher Robin creció y olvidó la magia de la infancia: ahora le reza al dios de la eficiencia. Su hija vive infeliz, abandonada por su padre y obligada a estándares imposibles de notas y resultados. Su esposa extraña la sonrisa que alguna vez tuvo, extraña bailar, extraña verlo en horas habituales. La vida de Christopher Robin es miserable en el ambiente miserable de un Londres siempre pantanoso.

Un día en esta monótona existencia, la hija de Christopher Robin encuentra un viejo dibujo de Pooh que crea reminicencias en su padre. El viejo oso goloso regresará del olvido para enfrentar a Christopher Robin con su pasado, con su presente y con la triste idea de su futuro. En un viaje de redescubrimiento, el adulto horrible deberá liberarse de telarañas para encontrar, nuevamente, la alegría de estar vivo y de poder imaginar.

(Imagen: Disney)

Christopher Robin: Versión Vodka

Mark Foster tiene una filmografía rara. Tiene por ahí unos dramones poderosos como Monster’s Ball (2001) (Halle Berry y Billy Bob Thornton literalmente rasgándose las vestiduras) y The Kite Runner (2007) (perfecto producto tiralágrimas), películas horrendas de acción con un intento de trasfondo reflexivo (Quantum of Solace (2008) y su debraye ecológico, Machine Gun Preacher (2011) y su debraye filantrópico y el horror de World War Z (2013) con cualquiera que sea su debraye sinonista, un bodrio romántico llamado All I See is You (2016) y esa extraña joyita pretenciosa que es Stranger Than Fiction (2006).

Claro, la razón de peso detrás de la contratación del creador alemán para dirigir esta película fue el mega éxito que tuvo con Finding Neverland (2004), nominada a siete Óscares en 2004 (de los cuáles sólo ganó uno… lo siento Johnny Deep pero siempre estuviste sobrevalorado). Fuera del éxito de la cinta, la historia que se cuenta en Finding Neverland es bastante parecida a la de Goodbye Christopher Robin: es una exploración del hombre detrás de una novela (en ese caso, de la obra de teatro Peter Pan; or, the Boy Who Wouldn’t Grow Up de J. M. Barrie).

Con este bagaje, Foster se enfrentaba a una tarea compleja: presentar un producto de nostalgia para las nuevas generaciones que, tal vez, no están tan familiarizadas con los personajes de A. A. Milne. Es ahí en donde entró el trabajo de los guionistas Alex Ross Perry y Allison Schroeder. Su idea, básicamente, fue tomar el viejo tropo del regreso a la infancia e intentar aplicarlo para recrear una nueva aventura de Winnie The Pooh.

(Imagen: Disney)

El resultado es una película familiar que, definitivamente, no está hecha para conectar con un público joven. Esta cinta totalmente inmersa en la nostalgia, busca recordar miedos infantiles para emparentarlos con los miedos presentes de adultos nostálgicos.

El personaje de Christopher Robin, que tenía más o menos mi edad cuando vi la caricatura, tiene más o menos mi edad de ahora. En ese sentido, está hecho para crear una empatía directa con todo el segmento poblacional de millennials nostálgicos que están atrapados en trabajos con los que no soñaban. Nosotros somos el ejército de hombres grises, bajo paraguas iguales, que señala la película. El cine, de alguna forma, aparece así como una forma catártica de regresión.

El regreso a la infancia de Christopher Robin nos lleva de la mano para presentarnos los viejos recuerdos de épocas más inocentes en las que nos permitíamos disfrutar el cielo abierto y los placeres sencillos. La película nos pregunta, una y otra vez, ¿qué pasó con el niño que se dejaba llevar con la imaginación? ¿Por qué el adulto de ahora, en la butaca, está molesto? ¿Por qué cuestiona tanto una obra de ficción?

La idea no es mala, pero no es particularmente original. Es exactamente lo que trató de hacer Spielberg (con mucho más ambiciones) en Hook (1991) o lo que, recientemente, logró hacer The Little Prince (2015). Es una mezcolanza del miedo a los hombres grises de Michael Ende con la idealización de la infancia, la imaginación como baluarte y una extraña reflexión final sobre el capitalismo y el tiempo libre.

(Imagen: Disney)

Por otra parte, la realización es bastante buena. La fotografía del primerizo Matthias Koenigswieser logra condensar los paisajes interiores en exteriores llenos de claroscuros, la música del mítico productor Jon Brion (responsable de soundtracks joyas como Magnolia (1999), Eternal Sunshine of the Spotless Mind (2004), Synecdoche, New York (2008) y ParaNorman (2012) lleva la batuta de una tristeza gozosa, y la actuación de Ewan Mcgregor recuerda el histrionismo inocente que retrató tan bien en Big Fish (2003). También, en su versión original, el gran Jim Cummings regresa para darle voz a Pooh y Tigger y Brad Garrett hace un trabajo monumental con Igor y Piglet.

En los personajes animados estaba la mayor duda sobre la cinta. Mucha gente decía que Pooh, en esta versión Live Action, parecía un juguete diabólico. Y sí, el aspecto realista, extraño, de los peluches puede ser extraño al principio. Pero pronto gana el carácter en el diseño de los personajes. Tal vez Tigger sea completamente decepcionante y otros personajes pasen de noche (como Búho), pero Igor y Pooh son simplemente maravillosos. Entre ellos se roban toda la ternura, miel, nostalgia y gracia de la cinta, en ellos recaen los momentos más cómicos y, también, los más tristes; son ellos los que le dan peso y ligereza a la trama.

Finalmente, en el balance entre los aciertos técnicos y la predecible historia, entre ciertas ideas magníficas y momentos banales, Christopher Robin es un gran viaje de nostalgia… y poco más. Por eso no es, ni de lejos, la película más memorable de Live Action de Disney (todavía falta destronar a Merry Poppins y The Jungle Book).

Esta cinta, a diferencia de las grandes producciones Live Action del estudio, está hecha para un segmento específico de la población: los fans treintones decepcionados que crecieron viendo a Winnie The Pooh. Si nunca viste la caricatura o te desesperan sus personajes, esto va a ser un completo mal viaje de ácido con tintes apocalípticos. Si estás listo, en cambio, para dejarte llevar por una cinta poco exigente y apapachadora, tuyos serán los reinos de la fácil lagrimita nostálgica.

(Imagen: Disney)

Christopher Robin: Versión Ron

Durante años tuve fijada una imagen en la cabeza: una fila de crayolas monta guardia para un rey subterráneo del inframundo que habita bajo la cama. ¿Qué era esta extraña idea fiebrosa? ¿De dónde venía? Me tardé un rato en recordar que era, de hecho, un episodio de The New Adventures of Winnie The Pooh que había visto de chiquito. El episodio había causado tanto impacto que, hasta hoy, lo tengo grabado en la memoria.

¿Cuántas cosas habré olvidado mientras tanto? ¿Por qué recuerdo tanto ese episodio?

En el recuerdo de Cleanliness Is Next to Impossible, el sexto episodio de la primera temporada, es tan vívido en mí porque las caricaturas de Winnie The Pooh lograban transmitirme algo único: una enorme sensación de empatía hacia sus coloridos personajes, aventuras intrigantes pero, sobretodo, una extraña sensación de peligro. Sin esa misma sensación, por más entretenido que sea el viaje, nunca sería igual el gozo.

Había un lado oscuro en las caricaturas de Pooh, como también hay un lado profundamente terrorífico en la adaptación de Alice in Wonderland de 1954, como también lo hay en The Land Before Time (1988), Dumbo (1941) y Pinocchio (1940). Todas estas cintas de la vieja guardia portaban el balance justo entre luminosa alegría y la siempre presente oscuridad que impera en nuestro horrendo mundo.

En Christopher Robin prácticamente todo es miel sobre hojuelas. Es una cinta de nostalgia fácil, de golpes al corazón demasiado bien apuntados, de recursos evidentes. Pero, en unos cuantos casos, atinan hondo. Cuando la cinta busca retratar el descenso de Christopher Robin a los infiernos de sus propios traumas, cuando se pierde en viejos miedos, cuando llegan los Efelantes y las Gualdras, hay algo verdaderamente inquietante entre la neblina.

(Imagen: Disney)

Al final del túnel, lo que queda es una inocencia liberada, siempre dispuesta, siempre a la mano. Lo que dice la cinta es que la capacidad de maravillarse, de encontrar soluciones creativas en lo cotidiano, de ver más allá de lo evidente no es un don sino algo que tuvimos, imaginativos, como niños. Es algo recuperable, algo a lo que se puede siempre regresar.

Sin embargo, la idea final termina en una cuestión algo pedorra sobre la eficiencia. Porque no es una cinta de propaganda roja que busca hablar de explotación laboral, sino una oda al trabajo efectivo: trabajadores más felices y relajados dan mejores resultados. Este lado ni me sorprende, ni me molesta, ni me agrada, ni va, ni viene. Pero sí me deja pensando en cómo la cinta habla del costo real de lo imaginativo. Como una propaganda laboral de Google, como un sueño húmedo de Steve Jobs, Christopher Robin habla de la eficiencia laboral y la creatividad en el trabajo como un bien que se ganan con felicidad, imaginación, juego y reposo.

En cualquier caso, este acercamiento contemporáneo al trabajo y a sus posibilidades habla de una generación que, a pesar de sus libertades, a pesar de su búsqueda de originalidad, ha perdido también la capacidad de imaginar como niños. Ahí, frente a Winnie The Pooh y sus necesidades monotemáticas, ante la depresión de Igor y el ego de Tigger, me preguntaba qué había perdido en el camino, qué me quedaba de esos recuerdos de miedo y asombro cuando veía las caricaturas.

La respuesta es para mí, pero la pregunta se hizo para compartirla con ustedes. Lo que me implicó de Christopher Robin, más allá del apelativo nostálgico de la cinta, más allá de los momentos de niñez que me hizo revivir, es que es una película hecha para mí por otros como yo. Hay una generación emperrada en su nostalgia, en comprarla y en venderla mientras se sigue preguntando cuándo dejaron de imaginar.

La última recreación de Winnie The Pooh me toca el corazón porque se supone que debía tocarme el corazón, me hace recordar mi infancia porque se supone que debía recordarme a mi infancia, me hace sentir concernido porque fue diseñada para que lo sintiera así. No creo que hayamos dejado de imaginar. Pero creo que nuestros sueños se convirtieron en algo más frío y más calculador, estalactitas, trozos de hielo que, entre ron y vodka, se derriten, se mezclan y desaparecen en un sueño programado.

(Imagen: Disney)

Lo bueno
  • El hermoso score.
  • La fotografía.
  • La capacidad histriónica de Ewan McGregor.
  • El diseño de producción opaco pero justo.
  • La animación de los juguetes.
  • Igor.
  • La capacidad de generar nostalgia generacional.
  • Igor.
Lo malo
  • Que es fácil y efectista.
  • Que no va a conectar con nuevas generaciones.
  • Que Igor no sea real.
  • Que sólo la van a pasar doblada.
  • Que no hay mucho futuro para estos bellos personajes.
Veredicto

Mi reseña es un poco rara porque está desgarrada por dos opiniones. Por un lado creo que esta es una película de excelente manufactura que es terriblemente segura y efectista. Sabe cómo hacer reír, sabe cómo hacer llorar y explota la nostalgia como si no hubiera mañana. Por el otro, mis propios recuerdos de Pooh me hacen adorar a estos personajes y caer, como piedra en el río, en todas las trampas que Disney diseñó para mi generación. En el límite de nuestras nostalgias colectivas somos los receptores y creadores de un nuevo círculo autofágico de cultura popular. Eso no puede ser apreciado moralmente, creo, pero puede decirse en otras palabras: hemos creado un domo de nuestros propios recuerdos para no explorar más allá del mundo. Como esta película, nuestro círculo de nostalgia es delicioso, tal vez, pero también es flojo y complaciente.

Título: Christopher Robin.

Duración: 1 hrs 44 min.

Director: Marc Forster.

Elenco: Ewan McGregor, Hayley Atwell, Bronte Carmichael, Mark Gatiss, Oliver Ford Davies, Ronke Adekoluejo, Adrian Scarborough, Roger Ashton-Griffiths, Jim Cummings, Brad Garrett.

País: Estados Unidos/ Gran Bretaña

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