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Reseña: Mad Max: Fury Road – El regreso triunfal de George Miller

| 12 de mayo de 2015
George Miller regresó, a sus setenta años, para darnos, con Mad Max: Furia en el camino, un clásico instantáneo de acción y demencia.

Yo me crié con Mad Max: las dos primeras películas fueron parte integral de mi encariñamiento con el cine al punto que, cuando vi Waterworld, sentí que alguien se había robado algo de mis predilecciones. En ese sentido, si quieren leer una reseña imparcial, de un espectador frío que nunca vio la trilogía anterior con amor y sufrimiento, que nunca se aprendió diálogos de las películas setenteras-ochenteras y que nunca se enamoró de sus personajes, esta reseña no es para ustedes.

En cambio, si quieren compartir la opinión de un fanático abiertamente emocionado por el regreso –¡en qué forma!– de una de sus pasiones, adelante, que de aquí al final de mi escrito voy a intentar transmitir una experiencia única que viví con intensidad y que, a partir del viernes, volveré a vivir unas cuantas veces más. De todas formas, voy a intentar un comentario más general de la película para no quemarles mucho de la trama: esto es algo que tienen que presenciar en la viva carne de sus pupilas.

Acción sin tapujos

Lo primero que comentaba después de salir de esta película es que jamás pensé poner juntas, en una misma frase, las palabras “demasiada” y “acción”. Pero ¿qué puedo decir? en esta película hay demasiada acción: todo es movimiento, todo se desborda, todo es frenético. Y cuando digo “demasiada” lo digo considerando todo lo que implica la palabra: George Miller regresó, 30 años después, para entregarnos algo inflado, demencial en proporciones y ambiciones, algo que personifica la palabra demasiado como si hubiera sido creada para ser su adjetivo. Cuando vi Avengers: Age of Ultron me emocioné y no dejé de hablar de grandilocuencia barroca; y ahora me arrepiento. Porque la segunda entrega de Avengers es acción para infantes, acción inocente, golpes con broma y construcción de cómics (lo que no le quita ningún mérito).

Pero aquí la acción es real y se siente como tal. No hay computadoras para retocar los bordes: en esta película tenemos la pura entrega de persecuciones reales en coches construidos con una minuciosidad increíble retomando viejos esqueletos de los cincuenta empotrados en camiones modernos; los conductores son stunts acróbatas y alternan, en las insignes persecuciones, las tomas interiores y exteriores de vehículos que van a una velocidad macabra. Aquí, siguiendo viejas costumbres, los atropellados de Miller son dummies de realismo apabullante que se destrozan claramente frente a nuestros ojos. Todo esto para decir que la acción en esta cinta se siente tan visceral como en The Road Warrior dentro de una adaptación perfecta para el gusto visual del espectador contemporáneo.

Tenemos la pura entrega de persecuciones reales en coches construidos con una minuciosidad increíble retomando viejos esqueletos de los cincuenta empotrados en camiones modernos.

De ahí se desgaja buena parte de la violencia de la película, una violencia cruda y sin concesiones que se toma el tiempo de ver sufrir a los sacrificados en pantalla, de verlos exhalar el último aliento desesperado. Todos pasan bajo las ruedas, desde los bien intencionados hasta las amazonas heroicas y ¿por qué no? hasta una mujer embarazada. No hay concesiones al buen gusto o a las sensibilidades de los espectadores: si vas a ver esta película es para regodearte en la violencia demente de la mitología de Miller que regresa con la venganza de tres décadas de silencio.

En la tercera entrega de Mad Max, la violencia se rebajó al gusto familiar: no hubo más sangre a borbotones, la acción se cambió a un juego de niños y bueno, hasta la villana extraña que protagonizó Tina Turner sobrevive sonriente. Pero eso era el efecto del desinterés de Miller que abandonó algo del proyecto cuando murió repentinamente en el scouting su productor y amigo Byron Kennedy. Treinta años después, el duelo parece haber recuperado todas las fuerzas del legendario director australiano que aquí no retiene nada.

Suicidios estruendosos, mutilaciones, partos forzados y doctores psicóticos jugando con cordones umbilicales, explosiones, aplastados, quemados, atropellados, disparos, cuchilladas, ojos ponchados y llantas ponchadas, hombres volando a su muerte en tornados de arena y fuego… Al decir “demasiada acción” no exagero en lo absoluto. Y esto nos hace recordar la vieja frase napoleónica: “Demasiado nunca es suficiente”. Después de ver este regreso a la pantalla grande de Miller y de Max Rockatansky no hay forma de volvernos a sentir saciados.

El regreso inmaculado del apocalipsis mitológico de Miller

La acción demencial de esta cinta se justifica por la construcción de un mundo que retoma trozos de las anteriores películas: tenemos la historia de formación de Max, de policía a vagabundo desquiciado por la pérdida de su familia que aparece en la primera parte; tenemos la completa locura caótica de un mundo desmoronado que vimos en la segunda entrega; y, finalmente, tenemos la construcción tiránica de una nueva sociedad, con sus reglas y su organización, como en Beyond The Thunderdome. En este sentido, esta cuarta entrega no es ni una continuación, ni un remake, sino la síntesis de toda la mitología de Miller. El mundo que construyó previamente se filtra aquí en todas partes: en el desierto nuclear, la desolación, el fanatismo por el combustible, la escasez de agua, la reutilización de viejas tecnologías, la miseria, la violencia.

Todo esto fabricado sin la necesidad de discursos grandilocuentes ni grandes diálogos entre los personajes: Miller nos avienta de golpe en medio de este mundo que resume todas sus anteriores ambiciones y lo deja correr para que observemos con horror entusiasmado el planeta heredado a la carroña de los locos. El primer paso impresionante en la recreación de su mundo distópico está en la belleza visual de la película que juega con una paleta de colores precisa y que explota, a más no poder, la dificultad de la luz natural en la noche y en el día del desierto. Los tonos de la cinta llevan a su extremo los cielos rojos de la segunda entrega expandiendo todo a tonalidades cafés y naranjas de una claridad apabullante.

Ésta es una película de acción excepcionalmente filmada, con toda la paciencia de un naturalismo que quiere recrear, con el mundo ficticio al que da vida, todo un ambiente, una sensación ominosa, una desesperante y hermosa repetición de colores. Se logra así una sensación de extrañeza que vuelve todo muy incómodo: reconocemos los vestigios de nuestro mundo trastornado por la guerra nuclear como copia grotesca del presente.

La película cuenta la historia de la Imperator Furiosa (Charlize Theron), una comandante del ejército del desquiciado Immortan Joe, caudillo de la Citadel –ciudad tallada en piedra que contiene inmensas reservas de agua, aliada del pueblo fabricante de balas y de la ciudad gasolina– que roba a las jóvenes esposas del putrefacto caudillo en un intento por liberarlas–y liberarse de paso– de su tiranía demente. En todo esto se ve mezclado Max quien terminará ayudando a Furiosa en su escape de los War Boys (el ejército fanático de Immortan Joe).

Imperator Furiosa, interpretada por Charlize Theron

En la organización de este mundo vemos todo el toque de Miller con su vieja afición a la cultura popular de la antigua Roma y alguno que otro delirio de mitologías mezcladas por el azar del fin del mundo. No nada más tenemos nombres que recuerdan lo más decadente del imperio romano, no nada más encontramos las reminiscencias a la tradición de los gladiadores que tan perfectamente encarnaba Hummungus, sino que vemos también referencias a la mitología nórdica en la promesa que Immortan Joe hace a sus guerreros: el sacrificio glorioso por su figura será recompensado por la entrada al Valhalla, el paraíso guerrero. Súmenle a todo eso el honor del sacrificio kamikaze trastocado por la radiación de Fukushima en una melcocha cultural de lo más alucinante, incómoda y efectiva.

Ninguna sorpresa: estamos viendo los despojos dementes de nuestro mundo.

En un principio, podría parecer que la tiranía de este sistema se divide en tres pilares: las balas que son poder, la gasolina que representa la posibilidad de dominar el espacio y el agua que, como supervivencia, es el símbolo del tiempo. Pero, en realidad, lo que sostiene toda esta desquiciada sociedad es el fanatismo con el que Immortan Joe alecciona a sus súbditos: todos los guerreros están dispuestos a sacrificarse por él, tienen códigos de suicidio y en el umbral de la muerte ven cómo se abren las puertas de un paraíso prometido por pura sugestión.

El tiempo y el espacio, la vida y la muerte no valen nada para estos hijos enfermos de la catástrofe nuclear, jóvenes perdidos, cadavéricos, plagados de tumores y fiebres. Los nuevos dioses sirven para infundir vida a estos muertos vivientes: se reza al líder tiránico, se reza a la guerra y al sacrificio guerrero (que toma raíces desde Esparta hasta el orgullo militar germánico) y, claro, se reza al V8, el motor poderoso, la única vida en la velocidad de algunos caballos de batalla.

Todo en los atuendos, el comportamiento y los artefactos de esta tribu guerrera, violenta, del reciclaje en armamento de guerra y automóviles fabricados, es excesivo, demasiado, grandilocuente y tan épico como el cuento que se narran para darle sentido a la existencia. El hecho de llevar a las batallas un carro con bocinas y a un esclavo deforme tocando sin piedad acordes de guitarra eléctrica con tambores de guerra, muestra la misma brutalidad que los helicópteros recetando Wagner con napalm en Apocalypse Now o a las huestes sombrías de Xerxes tocando cuernos sonoros de oriente en 300.

Nada que no hayamos visto en la historia, sea cual sea su interpretación; nada que parezca más extravagante que las guerras que ya conocemos; todo compactado en la estética del “demasiado” en la que se complace Miller y en la que nos maravillamos como espectadores. Las batallas responden a esta locura desmedida con coreografías complejas y máquinas asesinas de toda calaña, con hombres cegados disparando metralletas mientras gritan “¡Yo soy la justicia!”, con lanzas explosivas, guerreros motociclistas y autos-puercoespín.

En la locura de este mundo enfermo todo es deforme, todo es feo y miserable, hay ampollas y crecimientos anómalos, deformaciones y engendros, lepras y aparatos respiratorios grotescos. En medio de todo esto, cuando en una escena, Max ve por primera vez a las jóvenes esposas de Immortan Joe, el tiempo se paraliza dentro y fuera de la pantalla: con los brillos del agua sobre el horizonte desértico, se ve, envuelta en turbantes blancos e inmaculados, algo de la belleza humana en formas femeninas delicadas y amenazadoras. La hermosura se vuelve más hermosa en la fealdad de este mundo y los guerreros deformes giran en torno a las esposas de Immortan Joe como moscas sobre la luz.

Lo que sostiene toda esta desquiciada sociedad es el fanatismo con el que Immortan Joe alecciona a sus súbditos

En medio de toda la melcocha ideológica terrible que rodea la belleza de las prisioneras de Joe, tenemos la conversión del maravilloso personaje que interpreta Nicholas Hoult (About a Boy, X-Men: First Class). Nix, poco a poco, se va dando cuenta de la futileza de sus sacrificios frente a los bellos ojos de una mujer; va perdiendo el fanatismo demente que lo llevaba una y otra vez al suicidio guerrero en las caricias maternales que jamás había sentido. Y su conversión es visible: frente a una belleza tierna e inimaginable para su mundo oscuro, enfermo y triste, los ojos de Nix se vuelven más comprensivos, tiernos, amorosos. Por la belleza, la guerra se transforma momentáneamente en ternura y los hombres se entienden con miradas.

Todo esto, como se lo imaginan, no dura mucho; pequeño oasis sin esperanza en medio del desierto miserable.

Al igual que la belleza contrasta en la fealdad del mundo, la increíble concepción sonora de la película crea efectos alucinantes en torno al mítico soundtrack de Junkie XL. Entre todo el estruendo operístico de la música orquestal y el épico réquiem de Verdi que tanto disfrutamos en los trailers, de pronto hay silencios que crean una tensión particular en un mundo sin animales, sin más ruido que el viento y en el graznido ocasional de un cuervo desesperado (referencia preferida para la mitología de Max). Todo este arreglo sonoro logra acompasar la acción con completa furia y descargar momentos únicos de tensión con silencios medidos, inquietantes y terribles que nos echan en cara la extrañeza de un planeta abandonado.

El regreso del guerrero del camino

El viejo escenario de Mad Max es ampliamente conocido: en parajes desolados del desierto australiano, Miller mezcló elementos del western para hablar de la locura apocalíptica con desenfreno carretero. Sin embargo, uno de los grandes encantos de la trilogía original es que vamos viendo el desmoronamiento del mundo en el marco de la vida de Max Rockatansky. Mientras el apocalipsis avanza a pasos agigantados, Max es nuestro guía por la destrucción y construcción caótica de los insípidos intentos de dar sentido a los desechos humanos que sobreviven.

Esto se retoma en Fury Road: el que nos guía en esta ruta demencial es la figura de Max interpretada con sutileza silenciosa por Tom Hardy. Ya habíamos visto, en su papel como Bane, que este actor no necesita más que del movimiento de ojos siempre inquietos y el uso de un profundo tono de voz para crear personajes impactantes. El loco Max sigue aquí un camino interno.

En Fury Road, la locura del mundo, como bien corresponde a las creaciones anteriores de Miller, se refleja en la locura de Max. A cada paso vemos cómo lo torturan las imágenes de culpa por la pérdida de su familia y, en algún momento, vemos, incluso, que se le aparece un viejo barbado reclamándole su abandono. Tal vez este viejo no era un familiar sino la imagen misma de la humanidad que estaba dejando atrás, convertido en animal demente.

Cuando lo vemos en la primera escena de la película es un ser abandonado, de pelo y barba crecidos a la extensión de un hermitaño loco, devorando lagartijas de dos cabezas como si de buñuelos se tratara. Es una figura animalesca, sin ninguna humanidad, salvaje y transtornada.

Una vez prisionero, se convierte en ganado, en bolsa de sangre para alimentar la enfermedad de guerreros fanáticos. ¿Y después? Después está toda la tosca progresión hacia la conquista de una humanidad perdida: poco a poco, Max recupera la capacidad de hablar, ablanda los instintos tensos de supervivencia, se permite mostrar algo de ternura en esos ojos irritados por la arena. Pero, si Max recupera en el camino algo de su humanidad perdida, no se paga su redención con algún final feliz.

En esto Miller se mantuvo fiel a su creación: la película es la historia de una persecución frenética, de una ida y de un regreso, de un final a medias y de la victoria en una batalla que no augura nada para el fin de la guerra. La condena de Max se mantiene, como se mantuvo en las tres películas anteriores: el punto final no es la redención completa, ni el alivio feliz de las penas sino el eterno retorno al destino interminable de la carretera.

La película es la historia de una persecución frenética, de una ida y de un regreso, de un final a medias y de la victoria en una batalla que no augura nada para el fin de la guerra

Max entiende su cruz de guerrero solitario y en esto estriba su capacidad de supervivencia: no se permite querer a nadie para poder seguir vagando sólo. En eso está también, como contraparte, el error de Immortan Joe, su terrible antagonista. Porque este personaje repugnante y tiránico (al que da vida con singular presencia el mismo actor que interpretó a Toecutter hace 36 años) tiene una obsesión con la trascendencia. Cultiva leche materna para alimentar a sus hijos deformes y maltrechos, persigue a sus esposas jóvenes con la esperanza de engendrar un hijo apto para sobrevivir su muerte, para volverlo verdaderamente inmortal en el linaje de la sangre.

Immortan Joe es la avaricia misma de la permanencia, el detractor de agua (que aquí es tiempo), el engendrador compulsivo: en él se reflejan todas las obsesiones primarias de este mundo en el que vivimos y en el que nos persigue la idea de la muerte y nuestra propia sucesión en vida. Joe no puede pensar en el instante, en lo que mata y mutila para alcanzar su fin, porque su meta no está en vivir el momento presente sino en asegurarse un futuro más allá de sus putrefactos miembros. Un futuro en el páramo desolado ajeno a todo futuro.

Max es el verdadero inmortal en todo esto: su regreso está pactado como el destino trágico que lo amarra a la carretera. Si Miller continúa sobre esta base sólida su saga, podemos estar seguros de que Mad Max seguirá construyendo también la genial mitología violenta que representa ahora, con esta cinta, en inusual belleza y atinada inteligencia.

Para todo aquel que no está familiarizado con el personaje, ésta será una película de acción de lo más divertida en el homenaje excesivo a una vieja tradición independiente de la serie-B australiana. Para todos los otros que, como yo, admiran profundamente las creaciones de Miller, esto será un reencuentro más que grato, un volver a vivir, para otra generación, los mitos que nos formaron.

No nos queda más que gritarle larga vida al guerrero del camino y admirar profundamente lo que, entre sangre y arena, nos sigue ofreciendo, a sus más de setenta años, uno de los genios modernos de la acción, de la ciencia ficción histórica, de nuestras pesadillas distópicas.

Lo bueno

  • Casi todo: dentro de su género, en la comprensión de una mitología demente, esta película será un clásico de culto contemporáneo.
  • Las actuaciones sutiles de Theron, Hardy y Hoult que, sin mucho diálogo, logran dar profundidad y credibilidad a personajes extremos.
  • La belleza de la fotografía, lo cuidado del arte, el increíble soundtrack.
  • El inmejorable logro de Miller que pudo condensar en dos horas toda la mitología de su personaje.
  • Que un director de setenta años nos venga a dar clases sobre cómo hacer una película de acción a la altura de las creaciones ochenteras-noventeras. Toma eso Michael Bay.
  • Que esta grata sorpresa será, sin duda, el mejor estreno de acción del verano, del año y tal vez de la década.
  • Que esta cinta no necesita de ninguna nostalgia para convertirse en clásico instantáneo: lo suyo es un exceso de confianza ganado con creces.

Lo malo

  • Que tal vez algunas personas puedan considerar como algo malo el exceso mismo de la cinta.
  • Que se haya tardado tanto Miller en darnos tanta felicidad.
  • Que todavía falten cuatro días para su estreno.

Veredicto

Miller superó todas las expectativas: logró regresar sus clásicos a la pantalla con todo el mérito de una cinta que se sostiene en sus propios logros. Es exceso de confianza, exceso de experiencia y exceso de ambición el que se palpa en estas dos horas. Y ninguno de esos excesos se va por mal camino. En mi opinión, esta película será igualmente satisfactoria para fanáticos del género como para espectadores despistados: su impacto visual y fluidez narrativa tienen poca competencia en el cine de acción actual. Si toda esta reseña sonó completamente sobrada en adulaciones para Mad Max: Fury Road habré logrado mi cometido de encontrar un tono acorde al estado de ánimo que me dejó ir a verla. Si les parece que, aun así, excedí mis entusiasmos, véanla, disfrútenla y luego regresen a decirme que presenciaron algo común o trillado. Sea como sea, plazca a quien le plazca, éste es un evento fílmico único que, estoy seguro, será recordado hasta que el desierto se coma nuestras canciones de guerra.

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Título: Mad Max: Fury Road

Duración: 120 min.

Fecha de estreno: 15 de mayo 2015

Director: George Miller

Elenco: Tom Hardy, Charlize Theron, Nicholas Hoult, Hugh Keays-Byrne, Rosie Huntington-Whitley, Zoë Kravitz

País: Australia, Estados Unidos

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