Los Cohen han tenido una larga y fructífera carrera en la meca del cine estadounidense. Desde su increíble primera película Blood Simple (1984) hace más de treinta años, hasta sus más recientes joyas, estos incasables hermanos han demostrado, de sobra, su versátil creatividad. En los últimos años nos han fascinado con relatos autobiográficos de humor negro (A Serious Man, 2009), westerns desangelados (True Grit, 2010), recuentos íntimos de un época musical (Inside Llewyn Davis, 2013), comedias de absoluto relajo (Burn After Reading, 2008) y una grandiosa adaptación de Cormac Macarthy (No Country for Old Man, 2007). Después de escribir dos películas que no dirigieron (la terriblemente aleccionadora Unbroken de Angelina Jolie y el multinominado drama de Guerra Fría de Steven Spielberg, Bridges of Spies), los hermanos terribles regresan a la dirección con una comedia muy particular que se sitúa en los años de gloria y pánico del cine Hollywoodense: los gloriosos cincuenta.
Es peculiar que reseñemos esta película en un sitio dedicado al género y otros intereses similares. Sin embargo, los Cohen, por su madera de eterno culto merecen un lugar en nuestras predilecciones. Esta película es una muy peculiar carta de amor hacia aquellos que hicieron todas las cintas terriblemente acartonadas de los años cincuenta en Hollywood, que dictaron leyes de género y que impusieron la moda de los grandes clásicos en serie. Como dijeron los mismos Cohen, refiriéndose a las películas cincuenteras y sesenteras que llegaron a ver en televisión: “nos encantaban esas películas. Nada más no nos dábamos cuenta de que eran una basura”. Y claro, se refieren a la cara pintada de negro de Laurence Olivier en Khartoum (1966) o a las locuras de Cary Grant y Doris Day en la inocente comedia sexual That Touch of Mink (1962). Este amor por películas que son completamente encantadoras pero francamente terribles tiene algo de nuestro eterno amor por el cine de género. Digo, podemos soportar con cariño la serie B más desastrosa, encontramos nuestros clásicos contemporáneos en locuras como Army of Darkness (1992) o Starship Troopers (1997), apreciamos a fondo la época olvidada de la acción con esos terribles actores que también son ídolos, como Jean-Claude Van Damme, Steven Seagal o Chuck Norris. Así, Hail, Caesar!, como esta carta de amor al cine producido en serie, a las restricciones genéricas y a los ídolos de cartón nos concierne, en todo nuestro geekero cariño, porque habla también de nuestras propias obsesiones.
La historia se cuenta chueca
Joseph Edgar Allen John “Eddie” Mannix fue, sin duda, uno de los personajes más interesantes de la turbia historia de Hollywood. Este pequeño trabajador de una productora de cine que empezó a escalar puestos dentro de la industria hasta convertirse en un prominente productor, es la encarnación misma de las mentiras y los secretos detrás de la época más alocada de la meca del cine estadounidense. Por aquellos años de postguerra, el cine parecía amenazado constantemente por las prohibiciones ideológicas de un gobierno obsesionado con el avance del comunismo y por la llegada de nuevas tecnologías que amenazaban la existencia futura de la pantalla grande. Y claro, por esas épocas todos se preguntaban, ¿cuándo haya una televisión en cada hogar, la gente querrá todavía ir al cine?
En esos momentos de inestabilidad se produjeron una enorme cantidad de películas que buscaban, en completa aceptación de las premisas ideológicas del gobierno, mantener un tono neutro, muy americano y fascinar fácilmente a una gran cantidad de espectadores. Se hicieron comedias ligeras (las famosas Screwball comedies que tanto influenciaron a los Cohen); se hicieron musicales de baja manufactura pero espectaculares ballets acuáticos; se hicieron películas de género, del noir al western; se hicieron intentos serios de drama, con Kirk Douglas brillando en sus mejores roles y Robert Taylor interpretando a un general romano con tendencia a convertirse –por amor– al cristianismo en la épica desproporcionada de Quo Vadis (1951) de la que toma mucho esta cinta. Y en medio de todo esto estaba Eddie Mannix, el productor convertido en fixer, el reparador de todo tipo de problemas, el endulzador de la prensa, el de los contactos mafiosos, las aventuras amorosas y el manejo de grandes sumas de dinero dudoso.

La mezcla de ambiente detectivesco y la oscura comedia sin sentido es una de las más evidentes características de estos cineastas y la vida alocada y violenta de Eddie Mannix parecía ser el lugar perfecto para una nueva película de los Cohen.
La idea del fixer nació con este increíble personaje: fue él quien encubrió las relaciones lésbicas de Greta Garbo, fue él el que ocultó la vieja película pornográfica que había filmado Joan Crawford antes de convertirse en una actriz prominente, fue él quien, constantemente, ocultaba las aventuras en los burdeles de los protagónicos de su estudio (incluyendo, claro, al famosísimo Clark Gable). Mannix tenía sus incansables manos en todo: arreglaba matrimonios para ocultar apariencias, mantenía el suyo por un catolicismo desplazado que lo obligaba a tolerar las aventuras de su esposa negándole siempre el divorcio, controlaba relaciones turbias con la mafia y se le llegó a acusar, incluso, del asesinato de Georges Reeves –el Superman de los años cincuenta– por un ataque de celos. Entre la locura disparatada de la biografía de este personaje encontramos justamente el interés de los Cohen: una mezcla perfecta de absurdo realismo ilógico y las tentaciones sombrías de las relaciones mafiosas y los criminales medio incompetentes.
Ahí pasan Miller’s Crossing (1990), Fargo (1996), The Big Lebowsky (1998), The Ladykillers (2004) y Barton Fink (1991), en ese extraño cruce de las historias más absolutamente alocadas de crimen real y el ambiente, siempre turbio y sospechoso, del noir de la post-guerra. Porque claro, nadie me puede decir que haya unos cineastas con una carrera tan precisamente enfocada a las situaciones más absurdas de la vida cotidiana en donde el hombre normal se encuentra con el crimen banalizado, en humor negro y evidencia de lo cotidiano, en el patio trasero de su tranquila vida. La mezcla de ambiente detectivesco y la oscura comedia sin sentido es una de las más evidentes características de estos cineastas y la vida alocada y violenta de Eddie Mannix parecía ser el lugar perfecto para una nueva película de los Cohen. Pero no todo salió exactamente como se podía prever. En algún momento de la larga historia de esta película, los Cohen decidieron cambiar al personaje de Mannix, convertirlo en otra cosa, personalizarlo en otra idea, interpretarlo para otros fines.
Más allá de una época
En esta película, Mannix (Josh Brolin) deja de ser el mujeriego abusivo, el golpeador de callejones traseros, bully profesional y aspirante a mafioso para convertirse en un redentor católico que busca, a través de la producción, salvar su alma y congregar a un rebaño por la idea mesiánica de iluminar al mundo con cine. Éste es un verdadero creyente en la magia de las películas, el creyente práctico detrás de las pantallas, aquél al que no se le da ningún crédito creativo, al más odiado y vilipendiado personaje de la mística cinéfila: el productor. Con este cambio en el personaje, la historia de los Cohen se sitúa más del lado de sus comedias alocadas (Burn After Reading, The Big Lebowsky, Raising Arizona) que de sus cintas más sesudas. El ambiente del noir detectivesco se transforma en la alegría de los colores pastel de los cincuenta y los personajes profundos de otras cintas se convierten en meras estampas de una época que ilustran la nostalgia de sus creadores. Esta cinta se sitúa entonces como la tercera parte de una serie de comedias alocadas (O Brother Where are Thou? y Incredible Cruelty) que muestran a George Clooney como un petulante pretencioso que llega a ser, sin embargo, encantador. El resultado es difícil de describir en palabras: al mismo tiempo hueco y sorprendente, único y reminiscente, actual y nostálgico. Ésta es pura magia de los Cohen porque resulta francamente imposible catalogarla.
Esta peculiar cinta empieza y termina con la fe del productor Eddie Mannix. En medio de todos los problemas que pueden surgir –y que surgen– durante la filmación de una gran producción épica, Mannix debe tratar con actores descarrilados, directores furiosos, inversionistas preocupados, departamentos legales inquietos, reporteras insistentes y, para acabarla de amolar, el secuestro de uno de sus actores principales. Mientras Mannix se enfrenta con todos estos problemas en dos días agitados con cronómetro en mano, una compañía de aviación le ofrece un trabajo de ensueño: enormes prestaciones, horarios establecidos, seriedad de negocio y un contrato de diez años que le asegura no volver a buscar trabajo en toda su vida. Si el tráiler nos hacía pensar que ésta iba a ser una película de secuestro y trama criminal ambientada en el Hollywood de los años cincuenta, al ver la cinta nos damos cuenta que no, en verdad, esta película trata de dos días en la vida de un productor católico mientras lucha con sus demonios internos para decidir si cambia el alocado trabajo que le destruye vida y salud por un puesto altamente prestigioso que le ofrece calma y estabilidad.

El ambiente del noir detectivesco se transforma en la alegría de los colores pastel de los cincuenta y los personajes profundos de otras cintas se convierten en meras estampas de una época que ilustran la nostalgia de sus creadores.
Es importante entender este matiz para que Hail, Caesar! cobre todo el sentido humilde de sus pretensiones. Porque, a primera vista, esta cinta parece una locura grandilocuente de época con un enorme sentido de la nostalgia en todas partes. Tenemos escenas recreadas directamente de los catálogos de películas románticas, de westerns con canciones a la Luna, de ballets acuáticos y de coreografías de tap a la Gene Kelly; tenemos el regreso de los Cohen al formato de 35 milímetros que el grandioso fotógrafo Roger Deakins había ya abandonado; tenemos un minucioso diseño de producción con grandes decorados de época y perfectos vestuarios exagerados; tenemos la música precisa del gran Cartel Burwell que recuerda perfectamente una historia; tenemos, finalmente, todos los traumas ideológicos de los cincuenta con la presencia de los comunistas y su líder ideológico, el renombrado escritor del One-Dimensional Man, Herbert Marcusse.
Pero todo este decorado, todos los guiños a grandes figuras de la época como Esther Williams (recreada ficcionalmente en el papel de DeAnn Moran por Scarlett Johansson) o Carmen Miranda (con el personaje de Carlotta Valdez), sirven más como una pantalla de fondo que como el punto esencial de la película. Por supuesto, los Cohen querían recrear una época, pero también van más allá del realismo a la reflexión mítica sobre lo que sucedía en Hollywood en los años cincuenta y cómo se puede mirar ahora retrospectivamente. La idea aquí es que la historia se escribe como una ficción maravillosa. Los comunistas que hablan, en la cinta, de predecir el futuro a través de la comprensión de los medios de producción y el desarrollo económico, que hablan del término teórico de la historia que sólo ellos pueden vislumbrar, muestra bien esta idea: la historia no está escrita desde un punto de vista objetivo, externo a su desarrollo, sino que la crean aquellos que la reconstruyen. La visión de una época habla más del presente que la recuerda que de lo que en realidad sucedió en ese cúmulo legado de fechas y acontecimientos.
Las películas importan
Los Cohen quieren dar su visión de una época en la que todavía se podía encontrar la figura mesiánica de un productor-redentor que creía firmemente, más allá de las conveniencias económicas, en la importancia de su trabajo. La representación que aquí se hace de Mannix no es la de la figura histórica que reinó en Hollywood, sino la forma en que los Cohen leen las posibilidades de una época que producía una enorme cantidad de cine de baja calidad pero que todavía se maravillaba con la idea de sorprender al público y que todavía creía, inocentemente, en la bondad única de su arte. Los comunistas tratan, a través de los guiones, de insertar elementos ideológicas en las cintas de Hollywood antes de pasar a la acción directa; la presencia de Marcusse muestra la idea de la posible enajenación que logran los medios masivos de comunicación en el sistema capitalista; la forma aferrada en que Mannix defiende el cine frente a la eminencia de la televisión, la ficción frente a la realidad de la bomba atómica, nos muestran cómo los Cohen extrañan una época en la que se hacían cintas sin pensarlas mucho y que, al mismo tiempo, valoraba la ficción cinematográfica como un medio privilegiado de transmitir ideas y de pensar la vida distrayendo de sus realidades.
Es por eso que, en medio de las largas escenas tomadas a películas recreadas de la época tenemos constantes intromisiones de directores, maquillistas, músicos y guionistas; tenemos a productores apurados buscando actores sustitutos; tenemos, finalmente, todo el aparato del cine mostrado desde sus entrañas en una época de producción masiva y aleatoria. Y de pronto, la ficción empieza a comerse a la realidad por la fuerza de sus convicciones. De pronto vemos a Mannix caminando bajo la lluvia en un decorado perfectamente noir para rescatar a una actriz de una sesión fotográfica de pin-ups sobornando a policías; vemos a los comunistas disfrazados con impermeables para el mar con el personaje de Channing Tatum comandando un bote de remos en medio de una noche turbulenta que recuerda, con música soviética y toda la cosa, cierta forma estética del realismo socialista; tenemos a los personajes de Carlotta Valdez y el vaquero Hobey Doyle cantando inesperadamente en una cena, como si fuera a irrumpir un número musical en la vida real; tenemos el sonido de una águila en el fondo cada vez que se menciona la cinta On Wings as Eagles; tenemos, al final de la cinta, la escena del monólogo del personaje de Clooney calcada con las reflexiones religiosas de Mannix frente a las tres cruces abandonadas del decorado…

Aquí, en todo momento, la cinta está mostrando el absurdo de su premisa señalando las ficciones dentro de la ficción, mostrando películas adentro de la película y siempre recordando el carácter manufacturado de una historia que quiere revivir una época al admitir que la mitifica de la forma más evidente.
La realidad que se pone entonces en relieve frente a las largas y alocadas secuencias de películas de época, es una realidad que se admite como ficción. Aquí, en todo momento, la cinta está mostrando el absurdo de su premisa señalando las ficciones dentro de la ficción, mostrando películas adentro de la película y siempre recordando el carácter manufacturado de una historia que quiere revivir una época al admitir que la mitifica de la forma más evidente. Las reacciones exageradas en las actuaciones (pensemos por ejemplo en la extrañísima secuencia de Frances MacDormand o en la afectación de los dos papeles de Tilda Swinton), los cameos sin sentido (por ahí aparecen Christopher Lambert, Dolph Lundgren y Robert Picardo), la constante precisión de los relojes y las intromisiones de la ficción en la realidad nos muestran cómo los Cohen admiten la ficción flagrante de su cinta. Y claro, al hacerlo, reflexionan sobre una época pasada que valoraba de forma muy distinta la ficción que la rodeaba.
Esta película, entonces, no me parece solamente una recreación nostálgica de una época de producción para siempre perdida, sino que nos señala cómo los Cohen piensan que las películas pueden importar, que tienen algo que decir más allá de sus banalidades, que son un esfuerzo entregado de personas de carne y hueso que alguna vez creyeron en la grandeza decadente de Hollywood. Éste es un canto de amor y odio hacia el cine estadounidense, un recuerdo de una época de inocencia en la que la ficción parecía importar a pesar de sus manejos ideológicos, un momento en el que los productores hacían todo por los estudios y por seguir produciendo una fábrica de sueños inagotables como manda divina y redención espiritual. Todo esto suena como una locura, roza con el absurdo y es completamente grandilocuente en una trama tan delgada como casi inexistente. Y, en eso, Hail, Caesar! es absolutamente digna de una película de los Cohen. Aquí, los hermanos terribles regresan con una comedia de sinsentido que, sin embargo, se esfuerza por mostrarnos una sencilla reflexión: alguna vez creímos en el poder de las películas, alguna vez las hicimos porque debíamos hacerlas como quién se aferra a su profesión como si fuera su vida. Y en esos momentos esa vida llegó a mezclarse cotidianamente con la ficción, la realidad ganó y perdió sus matices terribles, pudimos, finalmente, observarnos reflejados en el absurdo funcionar de los géneros con todo nuestra esplendorosa locura proyectada en rutilante Technicolor.
Lo bueno
- El espectacular elenco que no se desperdicia a pesar de la brevedad de los cameos.
- La increíble presencia de Alden Ehrenreich.
- Las escenas-sketch-cómico entre diferentes religiosos sobre Dios y entre los comunistas sobre la historia.
- La perfecta recreación mítica de época.
- La fotografía de Deakins
- La increíble música de Burwell.
- El cuidado en la recreación de viejos géneros que se muestran con paciencia.
- La comedia oscuramente cínica de los Cohen.
- Que la idea de la cinta se esconde tras un espectáculo maravilloso.
- Que los Cohen siguen haciendo cualquier locura que se les ocurre.
- Que el perro de los comunistas se llama Engels.
Lo malo
- Que la trama principal es tan ligera que la película parece una excusa para algo más.
- Que esta cinta tardará en ser completamente comprendida por su rareza inherente.
Veredicto
Esta película tiene un funcionamiento muy particular. Parece estarnos distrayendo todo el tiempo de su objetivo principal. Porque aquí la línea argumental de la cinta no es el secuestro del personaje de Clooney, ni el matrimonio del personaje de Scarlett Johansson, ni la realización imposible de todas las cintas del estudio de producción. Aquí el argumento gira en torno a la decisión de trabajo de Mannix: ¿cambiará la vida alocada al frente de un estudio de cine por un trabajo más consistente y serio? Y si perdemos de vista esta premisa básica alrededor del personaje central, perdemos mucho de la idea misma de una cinta que se levanta como canción de amor a los productores idealistas de una época, a las figuras abnegadas que se mataban y mataban por no dejar de hacer cine. Esta constante distracción con números musicales, sub-tramas, decorados evidentemente falsos e irreverentes sketches cómicos salidos de la nada, muestra bien cómo los Cohen ilustraron una idea. Las películas siempre han dicho más de lo que revelan sus tramas, siempre han creado subtextos ideológicos, siempre han tenido mensajes de época y siempre pueden volver a ser interpretadas desde otro momento.
Lo que se lee en esta cinta es justamente el amor por hacer cine sin pensarlo demasiado, por dejar que la ficción atraviese la terrible realidad y por luchar por la pertinencia cultural de cualquier película, por más espantosamente realizada, por más acartonadamente genérica, por más terriblemente actuada que sea. Los Cohen nos dicen aquí que el cine con alegría vale la pena y que es una misión como cualquier otra, como la misión ideológica del gobierno y de los comunistas, como la misión religiosa de Mannix, como la misión de elegancia del director europeo genialmente retratado por Ralph Fiennes. Esta cinta, más allá de su grandilocuencia, representa una idea sencilla de regreso a la emoción por hacer películas y por dejarse maravillar sin demasiada reflexión de por medio: es un canto rebuscado de amor al cine y de odio a sus condiciones actuales, de amor a la ficción y de repulsión por una realidad que la segrega, de amor al espectáculo y de admisión de sus terribles poderes ideológicos. Finalmente, un canto de amor al disfrute sencillo del olor a palomitas, la oscuridad de una sala y los recuerdos históricos de los mártires de la pantalla.

Título: Hail, Caesar!
Duración: 106 min.
Fecha de estreno: 22 de abril de 2016.
Director: Joel y Ethan Cohen.
Elenco: Josh Brolin, George Clooney, Scarlett Johansson, Alden Ehrenreich, Ralph Fiennes, Jonah Hill, Frances McDormand, Tilda Swinton, Channing Tatum.
País: Estados Unidos, Reino Unido.
Más reseñas

Reseña- Stick Up Cam Pro de Ring, innovación en seguridad del hogar con avanzada tecnología y fácil instalación
